Hay películas que inician con una historia. Up inicia con una vida entera. En menos de cinco minutos, Pixar nos cuenta una historia de amor que es, también, una historia sobre el tiempo, el deseo, las pérdidas pequeñas y el golpe definitivo. La historia de Carl y Ellie es tan profunda que no necesita diálogos: solo silencios, gestos, rutinas compartidas. Y, claro, la casa: ese espacio que, en psicología ambiental, puede entenderse como la extensión física del yo. En Up, esa casa se vuelve literal: es el pasado que Carl se niega a soltar. Su memoria. Su duelo flotante.
Carl representa la vejez desde una perspectiva emocionalmente densa. No solo es un hombre mayor; es alguien aferrado a la nostalgia, al «lo que pudo haber sido». El duelo, como lo plantea Elisabeth Kübler-Ross, tiene cinco etapas: negación, ira, negociación, depresión y aceptación. Carl, al inicio de la película, está atrapado entre la negación y la ira. Ha convertido su casa en una cápsula del tiempo, y cualquier intento de cambio (la construcción de edificios, los trabajadores que tocan a su puerta, el paso del mundo) es una amenaza directa a su estabilidad emocional.
Pero entonces llega Russell.
Desde la psicología del desarrollo infantil, Russell es un niño que necesita pertenecer. Su insistencia en ganarse una insignia no es solo una meta concreta: es su forma de buscar validación, afecto, conexión. Sabemos que no tiene una figura paterna presente, y que tras su insistencia por ayudar a los ancianos hay una necesidad profunda de recibir guía, mirada, abrazo.
Vygotsky planteaba que el aprendizaje se da en la zona de desarrollo próximo, es decir, en ese espacio intermedio entre lo que el niño puede hacer solo y lo que puede hacer con ayuda. Curiosamente, Up invierte este concepto: es el niño quien ayuda al adulto a superar sus límites. Es Russell quien empuja a Carl hacia la transformación. Porque Carl no solo está viejo. Está estancado.
El viaje en globo —esa metáfora visual tan potente— es también un viaje interno. Es una metáfora de la necesidad de soltar el peso, de literalmente liberar objetos para seguir avanzando. La casa vuela, sí. Pero cada vez más baja. Cada recuerdo, cada objeto, cada silla, impide que Carl siga adelante. Hasta que finalmente lo entiende: no necesita llevarlo todo para conservar lo importante. La memoria no está en las cosas. Está en el vínculo.
Y ese álbum, el “My Adventure Book”, es el giro psicológico más potente de toda la película. Carl creía que le había fallado a Ellie, que no habían cumplido su sueño de ir a Cataratas del Paraíso. Pero Ellie ya había escrito su final. Lo importante no era el destino. Era la vida compartida. Las aventuras cotidianas. Las pequeñas cosas. Desde una mirada existencialista, esto es un golpe de lucidez: no se trata de lo que soñamos hacer, sino de cómo vivimos mientras tanto.
Up es, también, un estudio sobre los vínculos intergeneracionales. Carl y Russell se necesitan mutuamente. Uno representa la experiencia, la estructura, el pasado. El otro, la espontaneidad, la emoción, la apertura al presente. Juntos encuentran un punto medio. Uno suelta. El otro se siente visto.
Y claro, Up también tiene su “crisis de la galleta”. Pero aquí, es una crisis con forma de buzón. Cuando Carl golpea a un trabajador por tocar el buzón que compartía con Ellie, entendemos que no se trata de una simple reacción: es un grito desesperado por no perder lo poco que queda de su historia de amor. Es cuando el pasado duele tanto que se convierte en violencia.
Pero la película nos enseña que el amor verdadero no se pierde cuando se avanza. Al contrario. Solo cuando se avanza, ese amor puede transformarse en legado, en vínculo, en nueva historia.
Así, Up no es una película sobre volar. Es una película sobre aprender a dejar caer lo que ya no necesitamos, para que lo que realmente importa… nos eleve.