En la superficie, Luca es una historia sobre monstruos marinos que quieren ser niños. Pero bajo el agua, muy al fondo, es una película sobre crecer. Sobre el miedo a lo desconocido, la necesidad de pertenecer y esa etapa borrosa en la que todavía no sabes quién eres, pero intuyes que hay algo distinto en ti.
Luca vive en un mundo donde le han dicho que la superficie es peligrosa, que los humanos son monstruos y que “es mejor quedarse donde estás, seguro y silencioso”. Su viaje empieza el día que se atreve a mirar hacia arriba. Lo que encuentra allá no es solo sol y pasta. Encuentra libertad, pero también un conflicto interno: ¿puede ser quien es sin que lo rechacen?
Desde la psicología, Luca se puede leer como una metáfora del desarrollo de la identidad, ese proceso que Erik Erikson ubica en la adolescencia como una crisis entre “identidad vs confusión de roles”. Luca quiere explorar quién es fuera del molde familiar, pero hacerlo implica romper las reglas, decepcionar a sus padres y atreverse a convivir con la incertidumbre.
La figura de Alberto, su amigo salvaje y valiente, funciona como una especie de zona de desarrollo próximo (Vygotsky estaría feliz): un otro que lo impulsa más allá de sus miedos, que lo desafía a probar y equivocarse, que lo invita a imaginar una versión de sí mismo que ni él conocía. Juntos sueñan con tener una Vespa y recorrer el mundo. Pero más allá del scooter, lo que desean es autonomía. Poder decidir su camino, aunque se caigan.
En la película, también se manifiesta el fenómeno del passing, esa necesidad de ocultar tu verdadera identidad para encajar en un entorno que no te acepta tal como eres. Luca y Alberto deben esconder que son monstruos marinos, porque el pueblo los cazaría. ¿Cuántos niños y adolescentes viven esto en carne propia? Chicos que ocultan su orientación sexual, su neurodivergencia, sus gustos o sensibilidades para evitar el rechazo.
Pero Luca no es una historia trágica. Es una historia de descubrimiento. Es una celebración de la diferencia, de la amistad que salva y de las figuras adultas que aprenden a soltar. Porque sí, sus padres lo siguen, lo buscan, pero también lo dejan partir. Y eso es crecer: separarse sin romper el amor.
También hay una hermosa metáfora sobre la rivalidad y los estereotipos. El pueblo odia a los monstruos porque no los conoce. Pero cuando los ve como niños, como personas, como iguales… se abre. La película nos recuerda que el prejuicio nace del miedo y se cura con cercanía. Que nadie odia de verdad algo que ha mirado con ternura.
Y como todas las buenas películas para niños (y grandes), Luca tiene una crisis. Cuando Alberto se muestra tal como es y Luca lo niega, el conflicto explota. ¿Cuántas veces traicionamos a quienes más nos entienden, solo por encajar? Pero también aprendemos: que los amigos verdaderos perdonan. Que crecer también es aprender a reparar.
Luca es, en esencia, una historia sobre lo que pasa cuando te animas a salir a la superficie. No para dejar atrás lo que eres, sino para descubrir cuánto puedes ser. Porque al final, como dice Giulia: “Algunos nunca aceptarán lo que eres. Pero otros sí. Y esos son los que importan.”







