Si pensabas que Frozen era solo una película de princesas que cantan y hacen castillos de hielo con las manos, déjame decirte que te estás perdiendo uno de los retratos emocionales más potentes que nos ha dado Disney en los últimos años. Porque sí, Frozen habla de nieve, magia y vestidos brillantes, pero sobre todo, habla de emociones contenidas, de vínculos afectivos y del miedo a ser uno mismo cuando ese “uno mismo” parece demasiado… intenso.
Elsa es la reina de todo eso. No solo del hielo, sino de las emociones reprimidas, de los poderes que la desbordan y de la ansiedad de no encajar. Desde pequeña, se le enseña a controlarse, a ocultarse, a reprimir sus emociones por miedo a hacer daño. “No sientas. No muestres. No te salgas de control”. Y si eso no suena como una metáfora perfecta de cómo muchos niños aprenden a relacionarse con sus emociones, no sé qué lo es.
Elsa encarna ese momento en el que un niño o niña se da cuenta de que sentir (mucho) puede ser peligroso si no es bien recibido. Pero también representa la otra cara de la moneda: cuando encuentra la libertad, cuando canta ese Let it go que es más una terapia emocional que una balada pop, Elsa comienza a sanar. Porque no es malo sentir, lo malo es no saber qué hacer con lo que sentimos.
Y luego está Anna, que es el amor desbordado, el optimismo terco, la necesidad de vínculo. Ella representa a muchos niños y niñas que solo quieren conectar, pertenecer, jugar, amar. Pero también nos habla de los peligros de la impulsividad emocional y de idealizar vínculos (hola, Hans, príncipe de cartón). A través de ella podemos hablar con nuestros hijos sobre cómo elegir vínculos sanos, cómo no confundir amor con dependencia, y cómo el amor propio también se construye poniendo límites.
Lo hermoso de Frozen es que le da vuelta a ese clásico final de «el amor verdadero salva el día», pero lo redefine completamente: no es un beso de príncipe, no es un rescate desde afuera. Es el vínculo profundo entre hermanas, el amor genuino entre personas que se aceptan y se acompañan sin condiciones. Un amor que no idealiza, sino que cuida, escucha, sostiene. Y ese mensaje es oro puro para las infancias: a veces el amor que salva no viene de un cuento de hadas, sino de quienes están cerca, de quienes te ven realmente, incluso cuando estás hecha un desastre emocional con capa.
Además, Frozen abre conversaciones sobre el aislamiento emocional, sobre cómo los adultos muchas veces (con buena intención) enseñan a “portarse bien” en lugar de enseñar a sentir bien. Podemos hablar de ansiedad, de autoestima, de cómo no debemos tener miedo a mostrarnos vulnerables, de cómo no hay emociones “malas”, solo emociones que necesitan espacio, acompañamiento y contención.



