La Sirenita es una historia que, con burbujas, canciones pegajosas y cabellos perfectamente ondulados, esconde algo mucho más profundo: el deseo de pertenecer, de descubrir el mundo por uno mismo, de amar con intensidad… y de aprender, a veces con dolor, que no todo lo que deseamos nos hace bien.
Ariel, nuestra sirena rebelde favorita, vive bajo el mar en un palacio de coral donde tiene literalmente todo: hermanas con buena voz, peinados que no se despeinan nunca, un papá con tridente y un cangrejo que la sigue como mamá en centro comercial. Y aún así, no es feliz. No porque sea malagradecida, sino porque algo dentro de ella la empuja a mirar más allá. A preguntarse qué hay fuera del agua, a soñar con caminar, a imaginar otros mundos.
Y eso —aunque no tenga escamas— le pasa a muchos niños.
La infancia está llena de ese impulso de ir más allá. Los niños se preguntan cosas que a los adultos ya no se les ocurren. Quieren explorar, romper normas, subirse a lo prohibido, probar lo desconocido. Como Ariel, tienen una especie de brújula emocional interna que no siempre apunta hacia lo seguro, pero sí hacia lo significativo.
La colección de «cosas humanas» de Ariel no es solo divertida; es un símbolo potente de ese deseo de comprender un mundo al que todavía no se pertenece. Sus tenedores peines, sus candelabros misteriosos, sus tesoros oxidados: son pedacitos de un universo que intenta entender. Igual que los niños cuando hacen preguntas incómodas, desarman juguetes para ver qué hay dentro o dibujan lo que sienten antes de saber explicarlo.
Pero La Sirenita también habla del riesgo de ese deseo. Porque Ariel no solo quiere conocer el mundo de los humanos: quiere pertenecer a él. Y en el proceso, está dispuesta a cambiar su voz. A dejar atrás a su familia. A caminar con dolor. Y aquí viene la parte compleja: ¿cuántas veces los niños creen que para ser aceptados tienen que dejar de ser quienes son?
Ese pacto con Úrsula —la bruja del mar que le promete piernas a cambio de su voz— no es solo magia: es una metáfora poderosa sobre identidad. Sobre lo que se pierde cuando uno trata de encajar a toda costa. Ariel no habla, no canta, no se comunica. Y en esa falta de voz, muchos niños pueden verse reflejados cuando sienten que no los escuchan, que deben callarse para agradar, que sus emociones no tienen espacio.
Y sí, al final hay un “felices para siempre”, pero en el cuento original de Andersen (el más oscuro y filosófico), Ariel no se queda con el príncipe. No recupera su voz ni su lugar. Se convierte en espuma de mar, símbolo de su entrega absoluta. Porque el cuento —en su versión más cruda— también trata del amor no correspondido, de los sacrificios que no siempre reciben recompensa, y de la nobleza de amar sin garantía de devolución.
Entonces, ¿qué representa La Sirenita en la mente de un niño?
Representa la tensión entre lo que soy y lo que deseo ser. Entre el mundo que conozco y el que me imagino. Es la historia de una niña que, con fuerza, valentía y un poco de terquedad, decide perseguir su sueño. Pero también es una advertencia suave (o no tanto) sobre el valor de la identidad. Sobre la importancia de tener voz. De no cambiarse por completo para ser amado. De no renunciar a uno mismo para estar en otro lugar.
Porque crecer es aprender a caminar, sí, pero no con dolor constante. Es aprender a amar, pero sin dejar de escucharse. Y es entender que, a veces, lo más importante que tenemos no son las piernas, ni los castillos, ni los príncipes… sino esa voz propia que nos conecta con quienes realmente somos.
Así que si un niño se enamora de La Sirenita, escúchalo. Pregúntale qué parte del cuento lo emocionó. Y recuérdale que su voz, incluso cuando tiembla, incluso cuando canta raro, siempre vale más que cualquier cosa que pueda conseguir a cambio.
