¿Qué quiere una sirena que lo tiene todo?

La Sirenita es una historia que, con burbujas, canciones pegajosas y cabellos perfectamente ondulados, esconde algo mucho más profundo: el deseo de pertenecer, de descubrir el mundo por uno mismo, de amar con intensidad… y de aprender, a veces con dolor, que no todo lo que deseamos nos hace bien.

Ariel, nuestra sirena rebelde favorita, vive bajo el mar en un palacio de coral donde tiene literalmente todo: hermanas con buena voz, peinados que no se despeinan nunca, un papá con tridente y un cangrejo que la sigue como mamá en centro comercial. Y aún así, no es feliz. No porque sea malagradecida, sino porque algo dentro de ella la empuja a mirar más allá. A preguntarse qué hay fuera del agua, a soñar con caminar, a imaginar otros mundos.

Y eso —aunque no tenga escamas— le pasa a muchos niños.

La infancia está llena de ese impulso de ir más allá. Los niños se preguntan cosas que a los adultos ya no se les ocurren. Quieren explorar, romper normas, subirse a lo prohibido, probar lo desconocido. Como Ariel, tienen una especie de brújula emocional interna que no siempre apunta hacia lo seguro, pero sí hacia lo significativo.

La colección de «cosas humanas» de Ariel no es solo divertida; es un símbolo potente de ese deseo de comprender un mundo al que todavía no se pertenece. Sus tenedores peines, sus candelabros misteriosos, sus tesoros oxidados: son pedacitos de un universo que intenta entender. Igual que los niños cuando hacen preguntas incómodas, desarman juguetes para ver qué hay dentro o dibujan lo que sienten antes de saber explicarlo.

Pero La Sirenita también habla del riesgo de ese deseo. Porque Ariel no solo quiere conocer el mundo de los humanos: quiere pertenecer a él. Y en el proceso, está dispuesta a cambiar su voz. A dejar atrás a su familia. A caminar con dolor. Y aquí viene la parte compleja: ¿cuántas veces los niños creen que para ser aceptados tienen que dejar de ser quienes son?

Ese pacto con Úrsula —la bruja del mar que le promete piernas a cambio de su voz— no es solo magia: es una metáfora poderosa sobre identidad. Sobre lo que se pierde cuando uno trata de encajar a toda costa. Ariel no habla, no canta, no se comunica. Y en esa falta de voz, muchos niños pueden verse reflejados cuando sienten que no los escuchan, que deben callarse para agradar, que sus emociones no tienen espacio.

Y sí, al final hay un “felices para siempre”, pero en el cuento original de Andersen (el más oscuro y filosófico), Ariel no se queda con el príncipe. No recupera su voz ni su lugar. Se convierte en espuma de mar, símbolo de su entrega absoluta. Porque el cuento —en su versión más cruda— también trata del amor no correspondido, de los sacrificios que no siempre reciben recompensa, y de la nobleza de amar sin garantía de devolución.

Entonces, ¿qué representa La Sirenita en la mente de un niño?

Representa la tensión entre lo que soy y lo que deseo ser. Entre el mundo que conozco y el que me imagino. Es la historia de una niña que, con fuerza, valentía y un poco de terquedad, decide perseguir su sueño. Pero también es una advertencia suave (o no tanto) sobre el valor de la identidad. Sobre la importancia de tener voz. De no cambiarse por completo para ser amado. De no renunciar a uno mismo para estar en otro lugar.

Porque crecer es aprender a caminar, sí, pero no con dolor constante. Es aprender a amar, pero sin dejar de escucharse. Y es entender que, a veces, lo más importante que tenemos no son las piernas, ni los castillos, ni los príncipes… sino esa voz propia que nos conecta con quienes realmente somos.

Así que si un niño se enamora de La Sirenita, escúchalo. Pregúntale qué parte del cuento lo emocionó. Y recuérdale que su voz, incluso cuando tiembla, incluso cuando canta raro, siempre vale más que cualquier cosa que pueda conseguir a cambio.

¿Qué pasa cuando un niño es criado por lobos?

El libro de la selva no es solo una historia de animales que hablan, osos que cantan y panteras con cara de “yo te dije”. Es, en el fondo, un cuento profundo sobre crecer sintiéndote diferente, buscar tu lugar en el mundo y aprender que la familia no siempre se parece a ti, pero puede amarte igual (o justo por eso).

Mowgli, nuestro niño salvaje, aparece en medio de la jungla como quien cae por casualidad en una vida inesperada. Y ahí ya hay una pista que muchos niños reconocen en su propio mapa emocional: a veces el mundo en el que te toca crecer no se parece al que imaginaste, o al que “debería ser”. Puede ser una familia poco convencional, una escuela donde no encajas del todo, o simplemente una sensación de no saber bien quién eres ni a dónde perteneces.

Y entonces llega la manada.

Mowgli es criado por lobos, sí. Pero no es tan raro si lo pensamos. La infancia es esa etapa donde no decides con quién vives, pero te toca aprender a confiar, a leer señales, a pertenecer (aunque no entiendas todas las reglas al principio). Los lobos lo adoptan, lo protegen y lo enseñan. No porque sea igual a ellos, sino porque entienden que ser familia no tiene tanto que ver con la sangre, sino con la lealtad, el cuidado y el amor salvaje que nace cuando alguien te dice: yo estoy contigo.

Y en medio de esta selva emocional, cada personaje que Mowgli encuentra representa algo importante del crecimiento infantil. Baloo, el oso bonachón que canta que lo más vital es vivir sin preocuparse, es ese adulto relajado, juguetón, a veces un poco irresponsable, pero profundamente amoroso. Es el adulto que te enseña que no todo es normas, que el juego también educa y que bailar puede ser una forma de procesar el mundo.

Bagheera, en cambio, es la estructura. La voz de la conciencia. Esa figura que te dice que no todo es diversión, que hay que tener cuidado, que el mundo también tiene riesgos. Y si lo piensas, crecer es eso: aprender a equilibrar el Baloo que llevas dentro con la Bagheera que vas desarrollando.

Y luego está Shere Khan. El miedo. La amenaza. Esa sensación de que algo te quiere sacar del lugar donde te sientes seguro. Puede ser el bullying, un cambio difícil, el miedo a no ser aceptado, a no estar “donde debes”. Shere Khan no solo quiere eliminar a Mowgli. Quiere recordarle que no pertenece. Y esa, queramos o no, es una emoción que muchos niños enfrentan antes de saber nombrarla.

Pero El libro de la selva no se queda en el miedo. Es una historia de valentía, sí, pero no esa valentía heroica que todo lo puede. Es la valentía de descubrir quién eres en medio del caos. De aceptar que puedes amar a la selva y al mismo tiempo saber que, algún día, tendrás que dejarla. Porque crecer también es eso: soltar los lugares que te cuidaron para buscar los que te hacen crecer.

La despedida de Mowgli, cuando finalmente decide ir al “pueblo de los hombres”, no es un abandono. Es una transición. Y para los niños, ese momento representa el paso hacia la independencia emocional. No es que dejen de necesitar a sus Baloo y sus Bagheera. Es que empiezan a construir su propio lugar en el mundo, con lo aprendido, con lo amado, con lo que duele.

Así que El libro de la selva no es solo una aventura exótica. Es una historia sobre identidad, pertenencia y vínculos que trascienden especies, formas y reglas. Les dice a los niños que no necesitan parecerse a los demás para ser amados. Que está bien sentirse diferentes. Que encontrar tu camino puede doler, pero también puede ser hermoso.

Y sobre todo, les recuerda algo importantísimo: que, aunque el mundo parezca una selva, siempre hay canciones que puedes cantar, amigos que te ayudan a trepar árboles emocionales y una pantera refunfuñona lista para salvarte cuando metas la pata. Porque eso también es crecer. Porque eso también es ser niño.

What if your child is fire and you are water? What Elemental can teach us about growing up different.

Pixar did it again. It turned a city into a metaphor, a story of impossible love into a bridge, and a girl made of fire into a mirror for the many children who feel that, no matter how hard they try, they never quite fit in. Elemental isn’t just a story about differences; it’s a film about identity, expectations, migration, prejudice… and yes, also about love.

But this time, love isn’t just romantic (although Wade and Ember give us a delightful chemistry beyond all physical logic). It’s also the love between father and daughter, between generations, between roots and wings. And when a child watches this film, they’re not seeing fire and water. They’re seeing what happens when you’re told you can’t be who you are, when they ask you not to feel so strongly, or when loyalty to your family clashes with the life you want to build.

Ember is impulsive, strong, intense, and brave. But she’s also quick to anger, she explodes, and she’s afraid of disappointing. She can’t enter certain places, she’s constantly required to be careful, and although she has talent, passion, and a giant heart, the world doesn’t seem made for her. Does that sound familiar? Many children—especially those with big emotions, with energy that doesn’t fit in the classroom, with anger that no one has taught them to name—see in Ember a reflection of themselves.

And Wade, for his part, is pure emotion. He cries, he’s moved, he opens up. He represents that new, free, gentle masculinity that so many children need to see to know that there’s nothing wrong with being sensitive, with showing tenderness, with crying without guilt.

Ember’s parents aren’t just secondary characters. They’re the story of many families who arrive in a new place with big dreams, strong accents, and a baggage full of cultural pride. They are parents who love so much that sometimes they unintentionally push too hard. They gave everything for their children, and who expect—with all good intentions—that those children will return the sacrifice by following a plan they already outlined. From a developmental psychology perspective, this touches on deep threads of attachment, belonging, and identity construction in diverse contexts. Who am I when my roots are one way, but my wings want to fly another?

Beyond the visual, the film speaks to children with questions they can’t always say out loud. What if I’m different? What if I don’t want to follow the path my parents dreamed for me? What if I feel too much, get too angry, or get too emotional? Is there a place for me in the world if I don’t know how to «calm down»?

We accompany. We name. We don’t try to put out the fire or dry the tears. We let our children also teach us who they are, even if that disrupts our ideas about what they «should be.» Because sometimes, the bravest thing a parent can do is allow their child to not look like them.

¿Y si tu hijo es fuego y tú eres agua? Lo que Elemental puede enseñarnos sobre crecer siendo distintos

Pixar lo volvió a hacer. Convirtió una ciudad en metáfora, una historia de amor imposible en puente, y una chica hecha de fuego en espejo de muchos niños y niñas que sienten que, por más que lo intenten, nunca encajan del todo. Elemental no es solo una historia sobre diferencias, es una película sobre identidad, expectativas, migración, prejuicio… y sí, también sobre el amor.

Pero esta vez el amor no es solo el romántico (aunque Wade y Ember nos regalan una química deliciosa y fuera de toda lógica física). Es también el amor entre padre e hija, entre generaciones, entre raíces y alas. Y cuando un niño ve esta película, no está viendo fuego y agua. Está viendo lo que pasa cuando te dicen que no puedes ser quien eres, cuando te piden que no sientas tan fuerte, o cuando la lealtad a tu familia choca con la vida que quieres construir.

Ember es impulsiva, fuerte, intensa, valiente. Pero también se enoja rápido, explota, y teme decepcionar. No puede entrar a ciertos lugares, se le exige cuidado todo el tiempo, y aunque tiene talento, pasión y un corazón gigante, el mundo parece no estar hecho para ella. ¿Te suena? Muchos niños —especialmente aquellos con emociones grandes, con energía que no cabe en las aulas, con rabia que nadie les ha enseñado a nombrar— ven en Ember un reflejo de sí mismos.

Y Wade, por su parte, es emoción pura. Llora, se conmueve, se abre. Representa esa masculinidad nueva, libre, suave, que tantos niños necesitan ver para saber que no hay nada mal en ser sensibles, en mostrar ternura, en llorar sin culpa.

Los papás de Ember no son solo personajes secundarios. Son la historia de muchas familias que llegan a un nuevo lugar con sueños grandes, acentos marcados y un equipaje lleno de orgullo cultural. Son padres que aman tanto, que a veces sin querer aprietan demasiado. Que lo dieron todo por sus hijos, y que esperan —con toda la buena intención— que esos hijos devuelvan el sacrificio siguiendo un plan que ellos ya trazaron. Desde la psicología del desarrollo, esto toca fibras profundas del apego, del sentido de pertenencia y de la construcción de la identidad en contextos diversos. ¿Quién soy cuando mis raíces van por un lado, pero mis alas quieren volar hacia otro?

Más allá de lo visual, la película le habla a los niños con preguntas que no siempre pueden decir en voz alta. ¿Y si soy diferente? ¿Y si no quiero seguir el camino que mis papás soñaron para mí? ¿Y si siento demasiado, me enojo demasiado, me emociono demasiado? ¿Hay un lugar para mí en el mundo si no sé cómo “calmarme”?

Acompañamos. Nombramos. No tratamos de apagar el fuego ni de secar las lágrimas. Dejamos que nuestros hijos nos enseñen también quiénes son, incluso si eso desordena nuestras ideas sobre lo que “deberían ser”. Porque a veces, lo más valiente que puede hacer un padre o una madre es permitir que su hijo no se parezca a ellos.

¿Qué le pasa a una niña cuando cae por una madriguera?

Alicia en el país de las maravillas no es solo una historia absurda llena de conejos con reloj, gatos que desaparecen y reinas que gritan «¡que le corten la cabeza!» con más entusiasmo que un jefe estresado. Es un retrato emocional de lo que se siente ser niño cuando el mundo deja de tener sentido. O mejor dicho: cuando te das cuenta de que nunca lo tuvo del todo.

Alicia, como tantos niños, empieza su historia bostezando en medio de una lección aburridísima. Y ahí está el primer guiño: ¿qué hace uno cuando el mundo adulto no emociona, no se entiende y parece que va más lento que un caracol con sueño? Se escapa. A veces con la imaginación, a veces con un libro, a veces simplemente cerrando los ojos. Y así, sin previo aviso, Alicia cae. Por una madriguera. Larga, profunda, absurda. Como caen los niños en sus pensamientos cuando el mundo de arriba ya no les alcanza.

Lo interesante es que Alicia no grita. No entra en pánico. Mientras cae, piensa. Observa. Se pregunta cosas. Y en ese gesto, tan simple y tan profundo, se revela una de las grandes verdades de la infancia: los niños son filósofos en miniatura. No buscan respuestas correctas, buscan entender, aunque sea a su manera.

El País de las Maravillas, por su parte, es el escenario perfecto para mostrar lo que vive un niño cuando empieza a hacerse preguntas sobre identidad, lógica, poder y emociones. Nada tiene sentido. Las reglas cambian cada minuto. Las palabras no significan lo mismo de un momento a otro. Las emociones se desbordan. Creces y encoges sin aviso. ¿Suena exagerado? Pues bienvenida a la infancia.

Porque en el fondo, Alicia es una historia sobre lo que se siente al crecer cuando nadie te explica del todo cómo funciona el mundo. Los adultos dicen cosas raras. Las normas parecen arbitrarias. Hay castigos ilógicos. La lógica se rompe y se recompone a cada paso. Y, sin embargo, hay algo en ti que insiste en buscar coherencia. Aunque todos estén locos.

Cada personaje con el que se encuentra Alicia representa algo que los niños experimentan. El Conejo Blanco es la prisa del tiempo, ese tic-tac que los apura sin que entiendan por qué. El Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo encarnan conversaciones sin sentido, como las que tienen que soportar a veces cuando nadie les habla con claridad. El Gato de Cheshire, que aparece y desaparece dejando solo su sonrisa, es ese tipo de sabiduría inquietante que parece que sabe todo, pero nunca te dice nada directamente. ¿Y la Reina de Corazones? Bueno, es la versión extrema de cualquier figura de autoridad que grita sin que sepas qué hiciste mal.

Pero Alicia no solo observa este mundo. Lo cuestiona. Una y otra vez. Y ahí está el verdadero poder del cuento. Los niños se ven reflejados en esa capacidad de preguntar, de no conformarse, de poner en duda lo que parece “normal”. Alicia no acepta todo como viene. Se confunde, se enoja, se frustra… pero sigue caminando. Sigue buscando sentido. Sigue preguntando quién es, incluso cuando cambia de tamaño cada dos páginas. Porque, como los niños, está construyendo su identidad a partir de lo absurdo, de lo emocional, de lo contradictorio.

El gran final —cuando Alicia se planta frente a la reina, cuestiona su autoridad y finalmente se despierta— no es solo un “y colorín colorado”. Es una afirmación de poder personal. De esa fuerza que nace cuando un niño empieza a confiar en su voz, en su criterio, en su capacidad de decir: “esto no tiene sentido para mí, y eso está bien”. Es, en cierta forma, el nacimiento de la conciencia crítica.

Entonces, ¿qué representa Alicia en el país de las maravillas en la mente de un niño? Representa ese torbellino de emociones, ideas y preguntas que trae consigo crecer en un mundo donde las reglas parecen cambiantes y arbitrarias. Les dice que está bien no entender todo. Que el caos no siempre es malo. Que preguntar es valioso. Y que, aunque todo parezca patas arriba, ellos también pueden encontrar su camino.

Intensamente 2: emociones nuevas, miedos nuevos, yo nuevo

Si la primera Intensamente nos enseñó que la tristeza también era importante, Intensamente 2 llega para recordarnos algo más difícil de aceptar: crecer duele. Y no porque sea trágico, sino porque implica perder versiones de uno mismo, convivir con emociones nuevas, y vivir —por primera vez— un desorden emocional que no se puede explicar con emojis.

Riley tiene ahora 13 años. Y lo que parece un pequeño salto en edad es, desde la psicología del desarrollo, un terremoto hormonal, neurológico y social. Comienza la adolescencia, y con ella, una reconfiguración completa del cerebro emocional. Aparecen emociones más complejas: Ansiedad, Envidia, Vergüenza, y Ennui (ese hastío adolescente con acento francés que no sabíamos que tenía nombre). Son emociones que no vienen a reemplazar a Alegría, Tristeza o Furia, sino a desorganizar el sistema por completo… porque crecer es eso: reordenar desde el caos.

Desde el enfoque de Erik Erikson, esta etapa del desarrollo se llama búsqueda de identidad vs. confusión de roles. Riley ya no es solo una niña feliz que juega hockey. Ahora empieza a preguntarse quién es, quién quiere ser, quién la ven como sus amigas, qué piensa la gente, cómo encajar sin dejar de ser ella. Es el inicio del torbellino adolescente, donde la construcción del “yo” es un rompecabezas que cambia de forma cada día.

En este contexto aparece Ansiedad como la protagonista emocional. Y no es casual. Desde la neurociencia, sabemos que la amígdala (el centro del miedo) se vuelve especialmente activa en la adolescencia. Todo se vuelve más intenso, más personal, más peligroso. Lo que antes era un error ahora es una catástrofe social. Lo que antes era una emoción pasajera ahora es una montaña rusa interna. Ansiedad, en la película, no es la villana. Es una emoción que quiere ayudar, que intenta anticiparse a los peligros, pero termina sobrecontrolando todo. Exactamente como sucede en la vida real.

Intensamente 2 también presenta otro cambio fascinante: la deconstrucción del “yo”. En la primera película, Joy nos mostraba las Islas de la Personalidad. En esta, descubrimos el Sentido del Yo, que no es algo sólido sino un cristal en construcción, lleno de creencias internas que se activan con emociones. Riley ya no se define solo por lo que hace, sino por lo que cree de sí misma. “Soy una buena amiga”, “Soy una buena jugadora”, “Soy alguien con quien se puede contar”… Hasta que la ansiedad empieza a cuestionar cada una.

Esto conecta directamente con el concepto de autoesquemas: las creencias que tenemos sobre quiénes somos. Cuando esos autoesquemas se ven amenazados (porque perdemos un partido, porque nos peleamos con una amiga, porque nos rechazan), sentimos que se tambalea nuestra identidad entera. Riley vive esa crisis. Y como muchos adolescentes, intenta adaptarse. Se esconde detrás de lo que cree que los demás quieren ver. Se aleja de lo que era. Se “traiciona” para pertenecer.

Pero la película, con la dulzura emocional que solo Pixar logra, nos recuerda algo vital: no podemos construir una identidad saludable si excluimos nuestras emociones incómodas. Alegría se da cuenta de que no puede enterrar las emociones difíciles. Literalmente. Las había mandado al fondo. Pero sin ellas, el “yo” de Riley se vuelve frágil, falso, ansioso.

¿La solución? Integrar. Dejar que todas hablen. Que la tristeza tenga voz. Que la vergüenza se asome. Que la ansiedad no tome el control, pero que tampoco sea expulsada. Porque formar una identidad saludable es aprender a convivir con todo lo que somos. No solo con lo bonito.

Intensamente 2 no es solo una secuela. Es una lección emocional. Nos enseña que crecer no es dejar de ser quienes fuimos, sino integrar versiones nuevas, aceptar emociones nuevas, y entender que el yo no se define por el control, sino por la conexión.

Y sí: a veces, para crecer, primero hay que desmoronarse un poquito por dentro.

¿Qué encuentra un niño al seguir el camino de baldosas amarillas?

El Mago de Oz parece, a simple vista, una historia de brujas, tornados, espantapájaros y un perrito muy comprometido con la trama. Pero cuando lo miramos con ojos de psicología infantil (esos que se ponen cuando uno se agacha para ver el mundo desde un metro veinte), el libro de L. Frank Baum se transforma en un mapa emocional, en un cuento iniciático, en una gran metáfora sobre crecer y descubrir quién eres.

Para un niño o una niña, el tornado no es solo viento y caos: es el símbolo de esos momentos en que el mundo se pone patas arriba. Un cambio de casa, el nacimiento de un hermano, el primer día en un colegio nuevo… ¡zas! Tornado. Todo se mueve, todo da vueltas y de pronto ya no estás en Kansas. Estás en un lugar extraño donde las reglas son nuevas, la gente canta demasiado y los zapatos te los dan sin preguntar talla. Bienvenido a Oz.

Y es que, a lo tonto, Dorothy no solo aterriza en otro mundo. Aterriza en la metáfora más grande de la infancia: ese lugar donde todo es posible, pero donde también hay que aprender a tomar decisiones, a confiar en otros, a enfrentarse a miedos y, sobre todo, a descubrir que uno tiene más fuerza de la que creía.

El viaje por el camino de baldosas amarillas es, en realidad, un viaje hacia adentro. Y eso los niños lo captan mejor que nadie. A cada paso, Dorothy se encuentra con personajes que dicen necesitar algo: un cerebro, un corazón, valor. ¿Y qué hacen los niños al ver esto? Se identifican. Porque ellos también están construyendo sus ideas, sus emociones, su autoestima. Están preguntándose si son lo suficientemente listos, si lo que sienten está bien, si tendrán el coraje para ser ellos mismos en un mundo que muchas veces les exige ser otra cosa.

El Espantapájaros cree que necesita un cerebro, pero es el más creativo del grupo. El Hombre de Hojalata cree no tener corazón, pero es el más sensible y solidario. El León se siente cobarde, pero cuando hay que rugir, ruge con todo. Y Dorothy… bueno, Dorothy solo quiere volver a casa. Pero en el fondo, también está aprendiendo que la casa no es solo un lugar físico, sino ese lugar dentro de ti donde te sientes a salvo.

Y aquí está lo más bonito: los niños entienden que ya tienen lo que creen que les falta. Que a veces solo necesitan que alguien les acompañe en el camino, les escuche sin juzgar y les diga “tú puedes” sin ponerlo en una camiseta motivacional.

Además, El Mago de Oz no tiene miedo de hablar de lo que asusta. Hay brujas malas, monos voladores, engaños, momentos en los que todo parece perdido. Y eso también es importante. Porque la infancia no es solo arcoíris (aunque haya uno muy famoso en esta historia). Es también frustración, miedo, enojo, confusión. Y cuando un cuento los incluye sin suavizarlos en exceso, les da a los niños herramientas para nombrarlos y atravesarlos.

Por eso, cuando al final se revela que el Mago no es tan mago, sino un señor con buen manejo de efectos especiales, los niños no se decepcionan: se empoderan. Descubren que muchas veces las respuestas no están en una figura grandiosa, sino en ellos mismos. Que la magia no siempre viene de afuera, sino que se construye con pasos, amigos y zapatos bien puestos.

Y claro, esos zapatos. Esos zapatos brillantes que no solo sirven para caminar, sino para recordarles que a veces lo que buscamos afuera ya lo llevamos puesto. Que el poder de volver a casa, de encontrarse, de ser, siempre estuvo ahí. Solo había que hacer clic.

Así que la próxima vez que un niño lea El Mago de Oz, no le digas que es solo un cuento de aventuras. Es un mapa emocional, una invitación a conocerse, un espejo con brillos. Y mientras recorre ese camino amarillo, aunque tropiece, aunque tenga miedo, aunque dude… está creciendo. Está encontrando su propio Kansas, con todo y su Toto.

Las cargas emocionales en la infancia

Ser padre o madre no es solo educar, proveer y proteger; es también, muchas veces sin darnos cuenta, no proyectar en nuestros hijos las cargas emocionales que llevamos. Los niños aprenden no solo de lo que les decimos, sino también de lo que nos ven hacer y de lo que sienten en casa. Y cuando el estrés, la ansiedad o las preocupaciones del mundo adulto se filtran en su día a día, pueden terminar asumiendo responsabilidades que no les corresponden.

El estrés de los adultos no desaparece por arte de magia, y en muchas ocasiones se manifiesta en casa de formas sutiles pero significativas. Cuando un padre llega del trabajo frustrado, con el ceño fruncido y respuestas cortantes, el niño aprende que debe medir sus palabras, que expresar sus emociones puede ser peligroso o que es su responsabilidad calmar a los demás. Sin darnos cuenta, les enseñamos que el bienestar del hogar depende de ellos, cuando en realidad, son los adultos quienes deben gestionar sus propias emociones.

Además, en un intento por aliviar nuestra carga, a veces delegamos en los hijos responsabilidades que no les corresponden. No es raro ver a niños encargándose de consolar a sus padres, de mediar en conflictos familiares o incluso asumiendo el rol de apoyo emocional. Frases como «No le digas eso a mamá, que está cansada» o «Compórtate bien para que papá no se enoje» les transmiten la idea de que deben hacerse cargo del bienestar de los adultos. Pero un niño no debería preocuparse por el estado emocional de sus padres, ni sentir que su comportamiento determina la estabilidad familiar.

También sucede con las responsabilidades del hogar. Es importante que los niños aprendan hábitos y contribuyan según su edad, pero cuando empiezan a asumir tareas que les corresponden a los adultos —cuidar a los hermanos menores, gestionar problemas familiares o encargarse de asuntos que superan su capacidad— se ven obligados a madurar demasiado pronto. Crecen con la sensación de que siempre deben estar disponibles para los demás, que su propio bienestar es secundario y que el descanso es un lujo que no pueden permitirse.

Queremos que nuestros hijos sean responsables, que sepan enfrentar la vida con madurez, pero no a costa de su infancia. La independencia y el sentido de la responsabilidad se desarrollan de manera saludable cuando los niños crecen en un ambiente donde sus emociones son validadas, donde pueden equivocarse sin miedo y donde no tienen que cargar con el peso de los problemas adultos.

Como padres, el reto es aprender a manejar nuestras propias emociones sin trasladárselas a nuestros hijos. Es válido tener días difíciles, pero no es justo que ellos se conviertan en nuestros terapeutas, asistentes o en los guardianes de nuestra estabilidad emocional. Nuestro deber es guiarlos, apoyarlos y permitirles crecer en un entorno seguro, sin la carga del mundo adulto sobre sus hombros. Al final, la mejor enseñanza que podemos darles no es la de cargar con responsabilidades que no les corresponden, sino la de vivir su infancia con la ligereza y la alegría que merecen.

La crianza de gemelos o mellizos

Si ser padre ya es un reto digno de un reality show de supervivencia, criar gemelos o mellizos es básicamente jugar en modo experto con la pantalla dividida. Desde el momento en que descubres que hay dos (o más) corazones latiendo en el ultrasonido, la gente empieza a hacer preguntas y suposiciones como si fueran expertos en el tema: «¿Los vas a vestir igual?», «¿Tienen el mismo carácter?», «¿Quién es el líder y quién sigue?». Como si compartir ADN significara compartir la personalidad, los gustos y hasta el destino.

Crecemos con la idea romántica de que los gemelos son dos mitades de un todo, almas gemelas desde la cuna que piensan y sienten lo mismo. Y aunque la conexión entre hermanos puede ser maravillosa, hay algo que a menudo se pasa por alto: cada niño es un individuo. Incluso si nacieron el mismo día, incluso si se parecen la misma gota de agua, incluso si tienen un idioma secreto que los adultos no pueden descifrar.

Desde el primer día, los padres de gemelos y mellizos enfrentan un reto extra: fomentar su individualidad en un mundo que insiste en verlos como un paquete de dos por uno. A veces, sin darnos cuenta, reforzamos esta idea con detalles pequeños pero significativos: llamarlos «los gemelos» en lugar de por su nombre, comprarles la misma ropa, inscribirlos en las mismas actividades o asumir que, porque a uno le gusta el fútbol, al otro también le encantará.

Pero aquí está la realidad: cada niño, incluso si comparte genética y una habitación con su hermano, tiene su propia voz, su propio ritmo, sus propios gustos y sus propias esperanzas. Y reconocerlo no es solo importante, ES ESENCIAL. Darles espacio para desarrollar sus propios gustos, respetar sus diferencias y permitirles tomar decisiones individuales es un regalo que los acompañará toda la vida. Es recordar que ser gemelo no es una identidad en sí misma; es solo una parte de quienes son.

Por ejemplo, algunos gemelos pueden tener personalidades opuestas: uno extrovertido y el otro más reservado, uno amante de los deportes y el otro apasionado por la música. Y lo más curioso es que, aunque muchas personas los vean como una unidad, ellos mismos pueden sentir la necesidad de diferenciarse entre sí. Es común que los hermanos gemelos, al llegar a la adolescencia, busquen definir su identidad de manera más marcada.

Los padres juegan un papel fundamental en este proceso. Crear momentos de individualidad dentro de la rutina es clave. Permitir que cada uno tenga su propio espacio, sus propias amistades, sus propios intereses, sin la presión de encajar en un molde predeterminado. También es importante evitar la comparación constante entre ellos. Frases como «tu hermano lo hace mejor» o «deberías aprender de él» pueden generar sentimientos de competencia innecesaria y afectar la autoestima de ambos. Compararlos puede hacer que se sientan presionados a cumplir con estándares ajenos en lugar de explorar y aceptar sus propias fortalezas. Después de todo cada niño tiene su propio ritmo de aprendizaje, su propia manera de procesar el mundo y sus propios talentos. Valorar sus logros individuales sin ponerlos en contraste con los de su hermano les permite desarrollarse con confianza y sin el peso de una rivalidad impuesta.

Y sí, puede que haya días en los que sea más fácil tratar todo en conjunto—porque la logística de criar dos niños de la misma edad es un caos en sí mismo—pero el esfuerzo extra de verlos como individuos vale la pena. Porque al final del día, lo más valioso que puedes darle a un hijo (o a dos al mismo tiempo) es la certeza de que es visto, escuchado y amado por quien es.

Así que si eres padre de gemelos o mellizos y te preguntas si estás haciendo lo correcto, aquí tienes una pequeña brújula: pregúntate si los estás criando como una unidad o como dos personas únicas. Y si alguna vez dudas, recuerda esto: no se trata de separarlos, sino de permitirles ser quienes son. Porque el mejor regalo que puedes darles no es solo un hermano con quien compartir la vida, sino la libertad de ser ellos mismos. Al final del día, lo importante no es que sean «los gemelos Pérez» o «los hermanos García», sino simplemente ellos, con su propio nombre, su propia esencia y su propio camino.

Cómo prevenir el bullying en nuestros hijos: Estrategias para crear un ambiente seguro

El bullying es un problema que afecta a millones de niños y adolescentes en todo el mundo. Como padres, es crucial entender cómo proteger a nuestros hijos de este fenómeno y enseñarles a enfrentar situaciones de acoso con confianza. La prevención del bullying comienza en casa y es fundamental que los padres jueguen un papel activo en el desarrollo de habilidades emocionales y sociales de sus hijos. A continuación, te ofrecemos algunas estrategias para prevenir el bullying en tus hijos.

1. Fomentar la autoestima

La autoestima es clave para que los niños puedan enfrentar situaciones difíciles, incluyendo el bullying. Los niños con una buena autoestima se sienten más seguros y son menos susceptibles a las agresiones emocionales. Como padres, podemos fomentar una autoestima saludable mediante:

  • Refuerzos positivos: Elogiar sus esfuerzos, no solo sus logros. Esto les ayudará a entender que el valor no depende de la perfección, sino del esfuerzo y la perseverancia.
  • Modelar una autoimagen positiva: Los niños aprenden observando a los adultos. Si ven que valoramos nuestras propias fortalezas y aceptamos nuestras imperfecciones, también lo harán ellos.
  • Fomentar sus pasiones: Ayudarles a descubrir lo que les apasiona y les interesa puede darles un sentido de identidad y seguridad.

2. Enseñar habilidades sociales

El bullying a menudo se basa en la diferencia o la incomodidad que genera en un grupo social. Para prevenirlo, es fundamental que los niños aprendan a manejar las interacciones sociales de manera positiva:

  • Desarrollar habilidades para resolver conflictos: Enseñarles a resolver desacuerdos de manera calmada y respetuosa es esencial para evitar que los conflictos se intensifiquen y se conviertan en situaciones de acoso.
  • Promover la empatía: Ayudarles a ponerse en el lugar de los demás y entender sus emociones les permitirá reconocer cuándo están siendo crueles o despectivos, y a corregir su comportamiento.
  • Fomentar la inclusión: Enséñales la importancia de respetar las diferencias y de ser inclusivos con todos, sin importar la apariencia, el género o las creencias.

3. Mantener una comunicación abierta

La comunicación constante y abierta con nuestros hijos es esencial para detectar señales tempranas de bullying, ya sea que ellos sean los agresores o las víctimas:

  • Preguntar sobre su día a día: Mostrar interés por lo que sucede en su entorno escolar o en sus círculos sociales les permitirá sentirse cómodos compartiendo cualquier situación incómoda o preocupante.
  • Escuchar activamente: Si tu hijo se siente acosado, es importante escuchar sin juzgar ni minimizar la situación. Asegúrate de que sepa que siempre puede hablar contigo si se siente mal o inseguro.
  • Prevenir el miedo al rechazo: Muchos niños no reportan el bullying por miedo a represalias. Asegúrate de que tu hijo entienda que siempre estarás a su lado y que la denuncia no traerá consecuencias negativas.

4. Enseñar a defenderse sin violencia

Es importante que nuestros hijos aprendan a defenderse de manera respetuosa y sin recurrir a la violencia. Hay varias formas de enseñarle a un niño a actuar frente al bullying sin incrementar el conflicto:

  • Practicar respuestas asertivas: Enséñales a responder con firmeza pero sin agresividad. Una respuesta asertiva puede ser tan simple como mirar a los ojos y decir: «No me gusta lo que estás haciendo».
  • Buscar ayuda: Recuérdales que siempre pueden acudir a un adulto de confianza si se sienten amenazados o inseguros, ya sea un maestro, un orientador escolar o tú mismo.
  • Fomentar la calma: Practicar técnicas de relajación o respiración profunda puede ayudarles a mantenerse tranquilos y evitar reacciones impulsivas.

5. Involucrarse en la comunidad escolar

Finalmente, la prevención del bullying no solo debe quedar en casa. Como padres, debemos estar involucrados en la comunidad escolar y trabajar junto con maestros y directores para fomentar un ambiente seguro para todos:

  • Conocer las políticas de la escuela: Asegúrate de que la escuela tenga un protocolo claro para manejar situaciones de bullying y que se promueva un ambiente inclusivo y respetuoso.
  • Fomentar actividades extracurriculares: Participar en actividades fuera del aula puede ayudar a tu hijo a hacer amigos y a crear vínculos más fuertes con su grupo de compañeros, lo cual reduce el riesgo de aislamiento y acoso.
  • Colaborar con otros padres: La comunicación entre padres es clave para prevenir el bullying en toda la comunidad. Si observas un comportamiento problemático en un grupo de niños, hablar con otros padres o con la escuela puede ser útil para abordar el problema a tiempo.