Superpoderes, coronas y realidades: cómo hablar con los niños sobre los ideales de las películas

Los niños creen que pueden volar. O lanzar telarañas. O cantar tan fuerte que un príncipe aparezca montado en un caballo blanco con un vestido de su talla exacta (milagro logístico, si lo pensamos bien). Y aunque como adultos lo veamos con ternura, la verdad es que muchas veces esas historias no se quedan en la pantalla: se cuelan en sus juegos, en sus expectativas… y también en sus frustraciones.

Las películas de superhéroes y princesas son emocionantes, sí. Tienen magia, acción, personajes entrañables y canciones que se nos quedan pegadas en el cerebro por semanas. Pero también traen mensajes, a veces muy sutiles, que influyen en cómo los niños se ven a sí mismos. Detrás del deseo de volar como Superman o congelar como Elsa, hay algo más profundo: la idea de que hay que tener algo extraordinario para valer. Que hay que destacar, ser especial, ser “el elegido”, para que el mundo te reconozca. Y cuando un niño empieza a sentir que no tiene ningún poder visible, ni una corona mágica, puede comenzar a preguntarse si es suficiente tal como es.

Lo mismo ocurre con las historias de amor. A pesar de los avances y las princesas rebeldes que ahora salvan a sus propios reinos, todavía queda un eco de aquellos cuentos donde ser amada —o amado— es el gran premio. Donde todo se resuelve cuando alguien llega y te dice que ahora sí, ahora puedes ser feliz. El famoso “vivieron felices para siempre” deja poco espacio para explicar que la vida feliz también incluye lavar los platos, discutir por tonterías y tener días grises. Muchos niños, sin saberlo, se quedan esperando a alguien que los “salve” emocionalmente, en lugar de aprender a construir relaciones desde la igualdad, el diálogo y la autonomía.

Y entonces, claro, aparece la pregunta incómoda: ¿qué hacemos con todo esto? ¿Les apagamos la tele? ¿Les decimos que los superpoderes no existen y que ningún sapo se convertirá en príncipe por más besos que reciba? La respuesta no está en romper la magia, sino en acompañarla. Los niños no necesitan que les destruyamos sus ilusiones, necesitan que les ayudemos a interpretarlas, a enriquecerlas, a expandirlas.

La clave está en entrar en sus juegos sin arruinar la fantasía, pero sí haciendo preguntas que abran ventanas. Si están disfrazados de superhéroes, en lugar de decirles que no pueden volar, podemos preguntarles qué harían si tuvieran ese poder, o cómo ayudarían a alguien que no lo tiene. Cuando vean una película donde el amor todo lo resuelve, podemos aprovechar para conversar sobre cómo son las relaciones en la vida real, sin sermones, solo con curiosidad y cariño.

También es importante reforzar que lo “ordinario” tiene muchísimo de extraordinario. Que compartir un juguete, pedir perdón, cuidar a una mascota o calmar a un amigo, también son superpoderes. De esos que no se ven en los trailers de cine, pero que salvan mundos todos los días. Porque cuando los niños aprenden que no necesitan ser mágicos para ser valiosos, están construyendo una autoestima más sólida que cualquier castillo de cuento.

Y por último, dejarlos crear. No solo consumir historias, sino inventarlas. Si quieren ser héroes, que sean sus propios héroes. Que creen sus reinos, sus finales, sus caminos. Los niños tienen mundos internos gigantes, y a veces solo necesitan que alguien les diga: “¿Y si tú escribes tu propia historia?”

Al final, no se trata de alejarlos del cine ni de los cuentos. Se trata de acompañarlos a ver más allá del brillo, sin apagarlo. De caminar con ellos entre capas y coronas, recordándoles que lo verdaderamente mágico no está en lo que pueden hacer, sino en todo lo que ya son.

¿Y si ser rey no es lo importante, sino recordar quién eres?

El Rey León no es solo una película con canciones épicas, babuinos sabios y hienas con risa rara. Es, quizás, uno de los relatos más profundos sobre el crecimiento emocional de un niño, disfrazado de historia animal. Simba no solo pierde a su papá; pierde también la brújula que lo guiaba. Se pierde a sí mismo. Y eso, aunque no vivamos en la sabana africana, es algo que muchos niños —y adultos— pueden entender con el corazón.

Todo empieza con una escena que promete grandeza: el cachorro que será rey. Todos celebran. Hay luz, orgullo, sentido de propósito. Simba es el futuro. Pero ese futuro se tambalea muy pronto, y con él, toda su idea de quién es. Porque crecer no es solo recibir amor; también es enfrentar pérdidas. Y cuando Simba pierde a Mufasa, no solo pierde a su padre, pierde su guía emocional, su estructura, su voz de calma.

Pero lo más duro no es solo la pérdida. Es la culpa.

Simba, como muchos niños, se cree responsable de lo que no controla. Y eso, emocionalmente, es devastador. ¿Cuántas veces un niño cree que su enojo causó una pelea en casa? ¿Que por portarse mal ocurrió algo triste? Simba no puede entender aún que los adultos, a veces, también fallan. Y que no todo lo que pasa es su culpa. Pero en su mente, sí lo es. Así que huye.

Y ahí empieza otra parte fundamental del crecimiento: el escape. Simba se va al exilio, y se encuentra con dos amigos geniales (¡gracias, Timón y Pumba!) que le enseñan algo importantísimo: puedes volver a reír, incluso después de haber llorado. Hakuna Matata no es solo una canción; es un respiro. Es esa etapa donde uno intenta olvidar, dejar atrás, vivir en modo “nada me afecta”. Y sí, a veces los niños también hacen eso: se desconectan, se refugian en el juego, se hacen los duros. Pero debajo de todo eso, el dolor sigue ahí, agazapado como una sombra con cicatriz.

Porque sí: Scar representa todo eso que acecha cuando no enfrentamos nuestras emociones. La mentira. El miedo. El autoengaño. Ese “no soy suficiente” que puede hacernos vivir lejos de quienes somos de verdad.

Pero entonces llega Rafiki.

Y Rafiki no viene con soluciones, sino con sabiduría loca. Como esos adultos que parecen estar un poco chiflados pero sueltan verdades como flechas. Rafiki le recuerda a Simba algo que cambia todo: “Recuerda quién eres”. Y ese momento es clave, porque en el mundo emocional de un niño, recordar quién eres es recuperar tu lugar, tu valor, tu voz. Es volver a tu historia, no para quedarte atrapado, sino para poder avanzar con sentido.

Simba regresa. Pero no como el cachorro que huyó. Vuelve como alguien que ha amado, perdido, reído, dudado, y elegido. Porque crecer es eso: elegir regresar al dolor para transformarlo. Volver al lugar del trauma con más fuerza. Reconectar con tu origen sin quedarte atrapado en él.

Y en ese regreso hay justicia, sí. Pero también hay reconciliación. Con su madre. Con su historia. Con el niño-león que fue.

Entonces, ¿qué representa El Rey León para un niño?

Representa el duelo. El miedo. La culpa. Pero también la resiliencia, la amistad que cura, el humor que sana, y el poder de mirar atrás con nuevos ojos. Les dice que está bien tener miedo. Que pueden huir un rato. Que el juego también es sanación. Pero que, en algún momento, todos escuchamos una voz interna que nos dice: ya es hora de volver.

Y que en ese regreso —aunque sea difícil— también puede estar la libertad.

Porque al final, no se trata de ser rey. Se trata de ser tú mismo, con cicatrices, con historia, con memoria, pero con el corazón firme para rugir otra vez.

¿Qué quiere una sirena que lo tiene todo?

La Sirenita es una historia que, con burbujas, canciones pegajosas y cabellos perfectamente ondulados, esconde algo mucho más profundo: el deseo de pertenecer, de descubrir el mundo por uno mismo, de amar con intensidad… y de aprender, a veces con dolor, que no todo lo que deseamos nos hace bien.

Ariel, nuestra sirena rebelde favorita, vive bajo el mar en un palacio de coral donde tiene literalmente todo: hermanas con buena voz, peinados que no se despeinan nunca, un papá con tridente y un cangrejo que la sigue como mamá en centro comercial. Y aún así, no es feliz. No porque sea malagradecida, sino porque algo dentro de ella la empuja a mirar más allá. A preguntarse qué hay fuera del agua, a soñar con caminar, a imaginar otros mundos.

Y eso —aunque no tenga escamas— le pasa a muchos niños.

La infancia está llena de ese impulso de ir más allá. Los niños se preguntan cosas que a los adultos ya no se les ocurren. Quieren explorar, romper normas, subirse a lo prohibido, probar lo desconocido. Como Ariel, tienen una especie de brújula emocional interna que no siempre apunta hacia lo seguro, pero sí hacia lo significativo.

La colección de «cosas humanas» de Ariel no es solo divertida; es un símbolo potente de ese deseo de comprender un mundo al que todavía no se pertenece. Sus tenedores peines, sus candelabros misteriosos, sus tesoros oxidados: son pedacitos de un universo que intenta entender. Igual que los niños cuando hacen preguntas incómodas, desarman juguetes para ver qué hay dentro o dibujan lo que sienten antes de saber explicarlo.

Pero La Sirenita también habla del riesgo de ese deseo. Porque Ariel no solo quiere conocer el mundo de los humanos: quiere pertenecer a él. Y en el proceso, está dispuesta a cambiar su voz. A dejar atrás a su familia. A caminar con dolor. Y aquí viene la parte compleja: ¿cuántas veces los niños creen que para ser aceptados tienen que dejar de ser quienes son?

Ese pacto con Úrsula —la bruja del mar que le promete piernas a cambio de su voz— no es solo magia: es una metáfora poderosa sobre identidad. Sobre lo que se pierde cuando uno trata de encajar a toda costa. Ariel no habla, no canta, no se comunica. Y en esa falta de voz, muchos niños pueden verse reflejados cuando sienten que no los escuchan, que deben callarse para agradar, que sus emociones no tienen espacio.

Y sí, al final hay un “felices para siempre”, pero en el cuento original de Andersen (el más oscuro y filosófico), Ariel no se queda con el príncipe. No recupera su voz ni su lugar. Se convierte en espuma de mar, símbolo de su entrega absoluta. Porque el cuento —en su versión más cruda— también trata del amor no correspondido, de los sacrificios que no siempre reciben recompensa, y de la nobleza de amar sin garantía de devolución.

Entonces, ¿qué representa La Sirenita en la mente de un niño?

Representa la tensión entre lo que soy y lo que deseo ser. Entre el mundo que conozco y el que me imagino. Es la historia de una niña que, con fuerza, valentía y un poco de terquedad, decide perseguir su sueño. Pero también es una advertencia suave (o no tanto) sobre el valor de la identidad. Sobre la importancia de tener voz. De no cambiarse por completo para ser amado. De no renunciar a uno mismo para estar en otro lugar.

Porque crecer es aprender a caminar, sí, pero no con dolor constante. Es aprender a amar, pero sin dejar de escucharse. Y es entender que, a veces, lo más importante que tenemos no son las piernas, ni los castillos, ni los príncipes… sino esa voz propia que nos conecta con quienes realmente somos.

Así que si un niño se enamora de La Sirenita, escúchalo. Pregúntale qué parte del cuento lo emocionó. Y recuérdale que su voz, incluso cuando tiembla, incluso cuando canta raro, siempre vale más que cualquier cosa que pueda conseguir a cambio.

¿Qué pasa cuando un niño es criado por lobos?

El libro de la selva no es solo una historia de animales que hablan, osos que cantan y panteras con cara de “yo te dije”. Es, en el fondo, un cuento profundo sobre crecer sintiéndote diferente, buscar tu lugar en el mundo y aprender que la familia no siempre se parece a ti, pero puede amarte igual (o justo por eso).

Mowgli, nuestro niño salvaje, aparece en medio de la jungla como quien cae por casualidad en una vida inesperada. Y ahí ya hay una pista que muchos niños reconocen en su propio mapa emocional: a veces el mundo en el que te toca crecer no se parece al que imaginaste, o al que “debería ser”. Puede ser una familia poco convencional, una escuela donde no encajas del todo, o simplemente una sensación de no saber bien quién eres ni a dónde perteneces.

Y entonces llega la manada.

Mowgli es criado por lobos, sí. Pero no es tan raro si lo pensamos. La infancia es esa etapa donde no decides con quién vives, pero te toca aprender a confiar, a leer señales, a pertenecer (aunque no entiendas todas las reglas al principio). Los lobos lo adoptan, lo protegen y lo enseñan. No porque sea igual a ellos, sino porque entienden que ser familia no tiene tanto que ver con la sangre, sino con la lealtad, el cuidado y el amor salvaje que nace cuando alguien te dice: yo estoy contigo.

Y en medio de esta selva emocional, cada personaje que Mowgli encuentra representa algo importante del crecimiento infantil. Baloo, el oso bonachón que canta que lo más vital es vivir sin preocuparse, es ese adulto relajado, juguetón, a veces un poco irresponsable, pero profundamente amoroso. Es el adulto que te enseña que no todo es normas, que el juego también educa y que bailar puede ser una forma de procesar el mundo.

Bagheera, en cambio, es la estructura. La voz de la conciencia. Esa figura que te dice que no todo es diversión, que hay que tener cuidado, que el mundo también tiene riesgos. Y si lo piensas, crecer es eso: aprender a equilibrar el Baloo que llevas dentro con la Bagheera que vas desarrollando.

Y luego está Shere Khan. El miedo. La amenaza. Esa sensación de que algo te quiere sacar del lugar donde te sientes seguro. Puede ser el bullying, un cambio difícil, el miedo a no ser aceptado, a no estar “donde debes”. Shere Khan no solo quiere eliminar a Mowgli. Quiere recordarle que no pertenece. Y esa, queramos o no, es una emoción que muchos niños enfrentan antes de saber nombrarla.

Pero El libro de la selva no se queda en el miedo. Es una historia de valentía, sí, pero no esa valentía heroica que todo lo puede. Es la valentía de descubrir quién eres en medio del caos. De aceptar que puedes amar a la selva y al mismo tiempo saber que, algún día, tendrás que dejarla. Porque crecer también es eso: soltar los lugares que te cuidaron para buscar los que te hacen crecer.

La despedida de Mowgli, cuando finalmente decide ir al “pueblo de los hombres”, no es un abandono. Es una transición. Y para los niños, ese momento representa el paso hacia la independencia emocional. No es que dejen de necesitar a sus Baloo y sus Bagheera. Es que empiezan a construir su propio lugar en el mundo, con lo aprendido, con lo amado, con lo que duele.

Así que El libro de la selva no es solo una aventura exótica. Es una historia sobre identidad, pertenencia y vínculos que trascienden especies, formas y reglas. Les dice a los niños que no necesitan parecerse a los demás para ser amados. Que está bien sentirse diferentes. Que encontrar tu camino puede doler, pero también puede ser hermoso.

Y sobre todo, les recuerda algo importantísimo: que, aunque el mundo parezca una selva, siempre hay canciones que puedes cantar, amigos que te ayudan a trepar árboles emocionales y una pantera refunfuñona lista para salvarte cuando metas la pata. Porque eso también es crecer. Porque eso también es ser niño.

What if your child is fire and you are water? What Elemental can teach us about growing up different.

Pixar did it again. It turned a city into a metaphor, a story of impossible love into a bridge, and a girl made of fire into a mirror for the many children who feel that, no matter how hard they try, they never quite fit in. Elemental isn’t just a story about differences; it’s a film about identity, expectations, migration, prejudice… and yes, also about love.

But this time, love isn’t just romantic (although Wade and Ember give us a delightful chemistry beyond all physical logic). It’s also the love between father and daughter, between generations, between roots and wings. And when a child watches this film, they’re not seeing fire and water. They’re seeing what happens when you’re told you can’t be who you are, when they ask you not to feel so strongly, or when loyalty to your family clashes with the life you want to build.

Ember is impulsive, strong, intense, and brave. But she’s also quick to anger, she explodes, and she’s afraid of disappointing. She can’t enter certain places, she’s constantly required to be careful, and although she has talent, passion, and a giant heart, the world doesn’t seem made for her. Does that sound familiar? Many children—especially those with big emotions, with energy that doesn’t fit in the classroom, with anger that no one has taught them to name—see in Ember a reflection of themselves.

And Wade, for his part, is pure emotion. He cries, he’s moved, he opens up. He represents that new, free, gentle masculinity that so many children need to see to know that there’s nothing wrong with being sensitive, with showing tenderness, with crying without guilt.

Ember’s parents aren’t just secondary characters. They’re the story of many families who arrive in a new place with big dreams, strong accents, and a baggage full of cultural pride. They are parents who love so much that sometimes they unintentionally push too hard. They gave everything for their children, and who expect—with all good intentions—that those children will return the sacrifice by following a plan they already outlined. From a developmental psychology perspective, this touches on deep threads of attachment, belonging, and identity construction in diverse contexts. Who am I when my roots are one way, but my wings want to fly another?

Beyond the visual, the film speaks to children with questions they can’t always say out loud. What if I’m different? What if I don’t want to follow the path my parents dreamed for me? What if I feel too much, get too angry, or get too emotional? Is there a place for me in the world if I don’t know how to «calm down»?

We accompany. We name. We don’t try to put out the fire or dry the tears. We let our children also teach us who they are, even if that disrupts our ideas about what they «should be.» Because sometimes, the bravest thing a parent can do is allow their child to not look like them.

¿Y si tu hijo es fuego y tú eres agua? Lo que Elemental puede enseñarnos sobre crecer siendo distintos

Pixar lo volvió a hacer. Convirtió una ciudad en metáfora, una historia de amor imposible en puente, y una chica hecha de fuego en espejo de muchos niños y niñas que sienten que, por más que lo intenten, nunca encajan del todo. Elemental no es solo una historia sobre diferencias, es una película sobre identidad, expectativas, migración, prejuicio… y sí, también sobre el amor.

Pero esta vez el amor no es solo el romántico (aunque Wade y Ember nos regalan una química deliciosa y fuera de toda lógica física). Es también el amor entre padre e hija, entre generaciones, entre raíces y alas. Y cuando un niño ve esta película, no está viendo fuego y agua. Está viendo lo que pasa cuando te dicen que no puedes ser quien eres, cuando te piden que no sientas tan fuerte, o cuando la lealtad a tu familia choca con la vida que quieres construir.

Ember es impulsiva, fuerte, intensa, valiente. Pero también se enoja rápido, explota, y teme decepcionar. No puede entrar a ciertos lugares, se le exige cuidado todo el tiempo, y aunque tiene talento, pasión y un corazón gigante, el mundo parece no estar hecho para ella. ¿Te suena? Muchos niños —especialmente aquellos con emociones grandes, con energía que no cabe en las aulas, con rabia que nadie les ha enseñado a nombrar— ven en Ember un reflejo de sí mismos.

Y Wade, por su parte, es emoción pura. Llora, se conmueve, se abre. Representa esa masculinidad nueva, libre, suave, que tantos niños necesitan ver para saber que no hay nada mal en ser sensibles, en mostrar ternura, en llorar sin culpa.

Los papás de Ember no son solo personajes secundarios. Son la historia de muchas familias que llegan a un nuevo lugar con sueños grandes, acentos marcados y un equipaje lleno de orgullo cultural. Son padres que aman tanto, que a veces sin querer aprietan demasiado. Que lo dieron todo por sus hijos, y que esperan —con toda la buena intención— que esos hijos devuelvan el sacrificio siguiendo un plan que ellos ya trazaron. Desde la psicología del desarrollo, esto toca fibras profundas del apego, del sentido de pertenencia y de la construcción de la identidad en contextos diversos. ¿Quién soy cuando mis raíces van por un lado, pero mis alas quieren volar hacia otro?

Más allá de lo visual, la película le habla a los niños con preguntas que no siempre pueden decir en voz alta. ¿Y si soy diferente? ¿Y si no quiero seguir el camino que mis papás soñaron para mí? ¿Y si siento demasiado, me enojo demasiado, me emociono demasiado? ¿Hay un lugar para mí en el mundo si no sé cómo “calmarme”?

Acompañamos. Nombramos. No tratamos de apagar el fuego ni de secar las lágrimas. Dejamos que nuestros hijos nos enseñen también quiénes son, incluso si eso desordena nuestras ideas sobre lo que “deberían ser”. Porque a veces, lo más valiente que puede hacer un padre o una madre es permitir que su hijo no se parezca a ellos.

¿Qué le pasa a una niña cuando cae por una madriguera?

Alicia en el país de las maravillas no es solo una historia absurda llena de conejos con reloj, gatos que desaparecen y reinas que gritan «¡que le corten la cabeza!» con más entusiasmo que un jefe estresado. Es un retrato emocional de lo que se siente ser niño cuando el mundo deja de tener sentido. O mejor dicho: cuando te das cuenta de que nunca lo tuvo del todo.

Alicia, como tantos niños, empieza su historia bostezando en medio de una lección aburridísima. Y ahí está el primer guiño: ¿qué hace uno cuando el mundo adulto no emociona, no se entiende y parece que va más lento que un caracol con sueño? Se escapa. A veces con la imaginación, a veces con un libro, a veces simplemente cerrando los ojos. Y así, sin previo aviso, Alicia cae. Por una madriguera. Larga, profunda, absurda. Como caen los niños en sus pensamientos cuando el mundo de arriba ya no les alcanza.

Lo interesante es que Alicia no grita. No entra en pánico. Mientras cae, piensa. Observa. Se pregunta cosas. Y en ese gesto, tan simple y tan profundo, se revela una de las grandes verdades de la infancia: los niños son filósofos en miniatura. No buscan respuestas correctas, buscan entender, aunque sea a su manera.

El País de las Maravillas, por su parte, es el escenario perfecto para mostrar lo que vive un niño cuando empieza a hacerse preguntas sobre identidad, lógica, poder y emociones. Nada tiene sentido. Las reglas cambian cada minuto. Las palabras no significan lo mismo de un momento a otro. Las emociones se desbordan. Creces y encoges sin aviso. ¿Suena exagerado? Pues bienvenida a la infancia.

Porque en el fondo, Alicia es una historia sobre lo que se siente al crecer cuando nadie te explica del todo cómo funciona el mundo. Los adultos dicen cosas raras. Las normas parecen arbitrarias. Hay castigos ilógicos. La lógica se rompe y se recompone a cada paso. Y, sin embargo, hay algo en ti que insiste en buscar coherencia. Aunque todos estén locos.

Cada personaje con el que se encuentra Alicia representa algo que los niños experimentan. El Conejo Blanco es la prisa del tiempo, ese tic-tac que los apura sin que entiendan por qué. El Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo encarnan conversaciones sin sentido, como las que tienen que soportar a veces cuando nadie les habla con claridad. El Gato de Cheshire, que aparece y desaparece dejando solo su sonrisa, es ese tipo de sabiduría inquietante que parece que sabe todo, pero nunca te dice nada directamente. ¿Y la Reina de Corazones? Bueno, es la versión extrema de cualquier figura de autoridad que grita sin que sepas qué hiciste mal.

Pero Alicia no solo observa este mundo. Lo cuestiona. Una y otra vez. Y ahí está el verdadero poder del cuento. Los niños se ven reflejados en esa capacidad de preguntar, de no conformarse, de poner en duda lo que parece “normal”. Alicia no acepta todo como viene. Se confunde, se enoja, se frustra… pero sigue caminando. Sigue buscando sentido. Sigue preguntando quién es, incluso cuando cambia de tamaño cada dos páginas. Porque, como los niños, está construyendo su identidad a partir de lo absurdo, de lo emocional, de lo contradictorio.

El gran final —cuando Alicia se planta frente a la reina, cuestiona su autoridad y finalmente se despierta— no es solo un “y colorín colorado”. Es una afirmación de poder personal. De esa fuerza que nace cuando un niño empieza a confiar en su voz, en su criterio, en su capacidad de decir: “esto no tiene sentido para mí, y eso está bien”. Es, en cierta forma, el nacimiento de la conciencia crítica.

Entonces, ¿qué representa Alicia en el país de las maravillas en la mente de un niño? Representa ese torbellino de emociones, ideas y preguntas que trae consigo crecer en un mundo donde las reglas parecen cambiantes y arbitrarias. Les dice que está bien no entender todo. Que el caos no siempre es malo. Que preguntar es valioso. Y que, aunque todo parezca patas arriba, ellos también pueden encontrar su camino.

Intensamente 2: emociones nuevas, miedos nuevos, yo nuevo

Si la primera Intensamente nos enseñó que la tristeza también era importante, Intensamente 2 llega para recordarnos algo más difícil de aceptar: crecer duele. Y no porque sea trágico, sino porque implica perder versiones de uno mismo, convivir con emociones nuevas, y vivir —por primera vez— un desorden emocional que no se puede explicar con emojis.

Riley tiene ahora 13 años. Y lo que parece un pequeño salto en edad es, desde la psicología del desarrollo, un terremoto hormonal, neurológico y social. Comienza la adolescencia, y con ella, una reconfiguración completa del cerebro emocional. Aparecen emociones más complejas: Ansiedad, Envidia, Vergüenza, y Ennui (ese hastío adolescente con acento francés que no sabíamos que tenía nombre). Son emociones que no vienen a reemplazar a Alegría, Tristeza o Furia, sino a desorganizar el sistema por completo… porque crecer es eso: reordenar desde el caos.

Desde el enfoque de Erik Erikson, esta etapa del desarrollo se llama búsqueda de identidad vs. confusión de roles. Riley ya no es solo una niña feliz que juega hockey. Ahora empieza a preguntarse quién es, quién quiere ser, quién la ven como sus amigas, qué piensa la gente, cómo encajar sin dejar de ser ella. Es el inicio del torbellino adolescente, donde la construcción del “yo” es un rompecabezas que cambia de forma cada día.

En este contexto aparece Ansiedad como la protagonista emocional. Y no es casual. Desde la neurociencia, sabemos que la amígdala (el centro del miedo) se vuelve especialmente activa en la adolescencia. Todo se vuelve más intenso, más personal, más peligroso. Lo que antes era un error ahora es una catástrofe social. Lo que antes era una emoción pasajera ahora es una montaña rusa interna. Ansiedad, en la película, no es la villana. Es una emoción que quiere ayudar, que intenta anticiparse a los peligros, pero termina sobrecontrolando todo. Exactamente como sucede en la vida real.

Intensamente 2 también presenta otro cambio fascinante: la deconstrucción del “yo”. En la primera película, Joy nos mostraba las Islas de la Personalidad. En esta, descubrimos el Sentido del Yo, que no es algo sólido sino un cristal en construcción, lleno de creencias internas que se activan con emociones. Riley ya no se define solo por lo que hace, sino por lo que cree de sí misma. “Soy una buena amiga”, “Soy una buena jugadora”, “Soy alguien con quien se puede contar”… Hasta que la ansiedad empieza a cuestionar cada una.

Esto conecta directamente con el concepto de autoesquemas: las creencias que tenemos sobre quiénes somos. Cuando esos autoesquemas se ven amenazados (porque perdemos un partido, porque nos peleamos con una amiga, porque nos rechazan), sentimos que se tambalea nuestra identidad entera. Riley vive esa crisis. Y como muchos adolescentes, intenta adaptarse. Se esconde detrás de lo que cree que los demás quieren ver. Se aleja de lo que era. Se “traiciona” para pertenecer.

Pero la película, con la dulzura emocional que solo Pixar logra, nos recuerda algo vital: no podemos construir una identidad saludable si excluimos nuestras emociones incómodas. Alegría se da cuenta de que no puede enterrar las emociones difíciles. Literalmente. Las había mandado al fondo. Pero sin ellas, el “yo” de Riley se vuelve frágil, falso, ansioso.

¿La solución? Integrar. Dejar que todas hablen. Que la tristeza tenga voz. Que la vergüenza se asome. Que la ansiedad no tome el control, pero que tampoco sea expulsada. Porque formar una identidad saludable es aprender a convivir con todo lo que somos. No solo con lo bonito.

Intensamente 2 no es solo una secuela. Es una lección emocional. Nos enseña que crecer no es dejar de ser quienes fuimos, sino integrar versiones nuevas, aceptar emociones nuevas, y entender que el yo no se define por el control, sino por la conexión.

Y sí: a veces, para crecer, primero hay que desmoronarse un poquito por dentro.

¿Qué encuentra un niño al seguir el camino de baldosas amarillas?

El Mago de Oz parece, a simple vista, una historia de brujas, tornados, espantapájaros y un perrito muy comprometido con la trama. Pero cuando lo miramos con ojos de psicología infantil (esos que se ponen cuando uno se agacha para ver el mundo desde un metro veinte), el libro de L. Frank Baum se transforma en un mapa emocional, en un cuento iniciático, en una gran metáfora sobre crecer y descubrir quién eres.

Para un niño o una niña, el tornado no es solo viento y caos: es el símbolo de esos momentos en que el mundo se pone patas arriba. Un cambio de casa, el nacimiento de un hermano, el primer día en un colegio nuevo… ¡zas! Tornado. Todo se mueve, todo da vueltas y de pronto ya no estás en Kansas. Estás en un lugar extraño donde las reglas son nuevas, la gente canta demasiado y los zapatos te los dan sin preguntar talla. Bienvenido a Oz.

Y es que, a lo tonto, Dorothy no solo aterriza en otro mundo. Aterriza en la metáfora más grande de la infancia: ese lugar donde todo es posible, pero donde también hay que aprender a tomar decisiones, a confiar en otros, a enfrentarse a miedos y, sobre todo, a descubrir que uno tiene más fuerza de la que creía.

El viaje por el camino de baldosas amarillas es, en realidad, un viaje hacia adentro. Y eso los niños lo captan mejor que nadie. A cada paso, Dorothy se encuentra con personajes que dicen necesitar algo: un cerebro, un corazón, valor. ¿Y qué hacen los niños al ver esto? Se identifican. Porque ellos también están construyendo sus ideas, sus emociones, su autoestima. Están preguntándose si son lo suficientemente listos, si lo que sienten está bien, si tendrán el coraje para ser ellos mismos en un mundo que muchas veces les exige ser otra cosa.

El Espantapájaros cree que necesita un cerebro, pero es el más creativo del grupo. El Hombre de Hojalata cree no tener corazón, pero es el más sensible y solidario. El León se siente cobarde, pero cuando hay que rugir, ruge con todo. Y Dorothy… bueno, Dorothy solo quiere volver a casa. Pero en el fondo, también está aprendiendo que la casa no es solo un lugar físico, sino ese lugar dentro de ti donde te sientes a salvo.

Y aquí está lo más bonito: los niños entienden que ya tienen lo que creen que les falta. Que a veces solo necesitan que alguien les acompañe en el camino, les escuche sin juzgar y les diga “tú puedes” sin ponerlo en una camiseta motivacional.

Además, El Mago de Oz no tiene miedo de hablar de lo que asusta. Hay brujas malas, monos voladores, engaños, momentos en los que todo parece perdido. Y eso también es importante. Porque la infancia no es solo arcoíris (aunque haya uno muy famoso en esta historia). Es también frustración, miedo, enojo, confusión. Y cuando un cuento los incluye sin suavizarlos en exceso, les da a los niños herramientas para nombrarlos y atravesarlos.

Por eso, cuando al final se revela que el Mago no es tan mago, sino un señor con buen manejo de efectos especiales, los niños no se decepcionan: se empoderan. Descubren que muchas veces las respuestas no están en una figura grandiosa, sino en ellos mismos. Que la magia no siempre viene de afuera, sino que se construye con pasos, amigos y zapatos bien puestos.

Y claro, esos zapatos. Esos zapatos brillantes que no solo sirven para caminar, sino para recordarles que a veces lo que buscamos afuera ya lo llevamos puesto. Que el poder de volver a casa, de encontrarse, de ser, siempre estuvo ahí. Solo había que hacer clic.

Así que la próxima vez que un niño lea El Mago de Oz, no le digas que es solo un cuento de aventuras. Es un mapa emocional, una invitación a conocerse, un espejo con brillos. Y mientras recorre ese camino amarillo, aunque tropiece, aunque tenga miedo, aunque dude… está creciendo. Está encontrando su propio Kansas, con todo y su Toto.

Ser el espejo de nuestros hijos

Ser padre o madre no es solo proveer, educar y amar, también es, sin darnos cuenta, convertirnos en el primer espejo en el que nuestros hijos se miran. Desde pequeños, aprenden observándonos, más allá de lo que les decimos directamente. No importa cuántas veces les insistamos en que sean amables, empáticos y responsables si, al mismo tiempo, nos ven comportándonos de manera opuesta en nuestro día a día. Y es que las actitudes que como adultos tenemos, muchas veces las transmitimos sin siquiera ser conscientes de ello.

Por ejemplo, en el mundo adulto, acumulamos emociones constantemente. En el trabajo, en la vida diaria, con amigos y hasta con la familia, muchas veces escondemos lo que realmente sentimos. Guardamos el enojo para evitar conflictos, fingimos estar bien cuando no lo estamos y cargamos frustraciones sin darles un espacio para expresarlas. ¿El problema? Nuestros hijos nos ven. Aprenden que mostrar lo que sienten no es seguro o adecuado, que deben guardarse sus emociones porque «así es la vida». Y, sin darnos cuenta, les enseñamos que la vulnerabilidad es una debilidad cuando, en realidad, es parte fundamental del bienestar emocional.

Queremos que nuestros hijos sean generosos, que compartan y que quieran lo mejor para sus amigos, pero, ¿qué ven en nosotros? En el trabajo, en círculos sociales o incluso dentro de la familia, a veces actuamos con segundas intenciones. Puede ser ese momento en que secretamente esperamos que un colega cometa un error para resaltarlo o cuando celebramos en silencio que a alguien no le fue tan bien como esperaba. Si nuestros hijos nos ven disfrutando del fracaso ajeno o comparándonos constantemente con los demás, aprenderán que el éxito no se trata de crecer juntos, sino de estar por encima de los otros.

Además, está la cuestión del esfuerzo y la perseverancia. Queremos que nuestros hijos sean trabajadores, que no se rindan fácilmente ante las dificultades, pero ¿qué sucede cuando nos ven renunciar a algo porque parece muy complicado? Si nos ven quejarnos constantemente del trabajo, de las responsabilidades o de los obstáculos en la vida, ¿qué mensaje les estamos enviando? Si queremos que nuestros hijos aprendan la importancia del esfuerzo, primero debemos demostrarlo nosotros. Enfrentar los desafíos con determinación, buscar soluciones en lugar de excusas y demostrar que cada esfuerzo tiene su recompensa es la mejor manera de inculcar estos valores.

En la vida nos vemos compartiendo con todo tipo de personas, con seres amados, hasta desconocidos; y una de las bondades más grandes de una persona es la manera en que tratamos a los demás en general. Queremos que nuestros hijos sean respetuosos, que escuchen a los demás y que sean tolerantes, pero ¿cómo estamos hablamos de otras personas cuando creemos que no nos escuchan? ¿Cómo nos referimos a alguien que nos hizo daño o con quien no estamos de acuerdo? Si nuestros hijos nos ven despreciar o hablar mal de los demás, aprenderán que el respeto solo se aplica cuando nos conviene. La manera en que tratamos a quienes nos rodean es una de las enseñanzas más poderosas que podemos transmitirles, y es fundamental asegurarnos de que sea una lección positiva.

La realidad es que nuestros hijos absorben no solo lo que les enseñamos con palabras, sino lo que les mostramos con acciones. No basta con decirles cómo deben ser, tenemos que serlo nosotros primero. La pregunta que deberíamos hacernos no es solo qué estamos enseñando, sino qué estamos modelando con nuestras propias actitudes. Porque al final del día, ellos no solo escuchan lo que decimos, sino que aprenden quiénes somos y cómo enfrentamos la vida.