Si hay una película reciente que se mete directo al corazón de cualquier familia —y de paso, al subconsciente de medio continente— es Encanto. Porque sí, hay mariposas, flores que brotan con un chasquido y techos que se reconstruyen solos, pero también hay silencios que gritan, expectativas que pesan más que una casa entera, y heridas emocionales que se heredan como si fueran parte del ADN.
Encanto no es un cuento de hadas. Es un retrato simbólico y profundamente emocional de cómo operan los vínculos familiares, especialmente en contextos marcados por el trauma, la migración y la necesidad de sobrevivir. La familia Madrigal no solo es mágica, es también una familia que carga con una historia no resuelta. Y desde la psicología, este es un campo de estudio cada vez más reconocido: la transmisión intergeneracional del trauma.
La abuela Alma, la matriarca que guía —o más bien, dirige— la vida de todos, es una mujer que ha vivido el horror de perderlo todo y, como muchas personas que han pasado por experiencias dolorosas, construye una identidad familiar alrededor de la supervivencia. El problema es que, cuando el dolor no se elabora emocionalmente, se transforma en control. Y es ahí donde comienza el desequilibrio emocional del sistema familiar. Porque la abuela no es «mala»: es una mujer que no ha tenido permiso de sentir, de detenerse, de llorar. Y eso se refleja en cómo educa.
Desde un enfoque sistémico, podríamos decir que cada miembro de la familia Madrigal ocupa un rol funcional dentro del sistema emocional que Alma instauró: Luisa, la fuerza; Isabela, la perfección; Bruno, el chivo expiatorio; y Mirabel, la que no encaja. Y aquí es donde la cosa se pone buena, porque Encanto permite hablar con nuestros hijos y nuestras hijas de un tema crucial: el valor no está en lo que hacemos, sino en lo que somos.
Luisa, por ejemplo, simboliza la sobrecarga emocional. Su canción “Surface Pressure” es un grito de auxilio disfrazado de ritmo pegajoso. Ella representa a todos esos niños y niñas (y adultos) que creen que si no hacen, no valen. Que si no cargan con los problemas de todos, no son importantes. Es la metáfora perfecta del niño cuidador, del que aprende desde muy pequeño que debe ser fuerte para merecer amor.
Isabela es otra joya de análisis: ella es la niña “perfecta”, la que no puede equivocarse, la que florece en línea recta. Su conflicto no es con los demás, es con el deseo ajeno que ha internalizado como propio. Y cuando por fin se libera de eso, sus plantas se vuelven salvajes, torcidas, coloridas. Se vuelve auténtica. Isabela es la metáfora de aquellos niños y niñas que aprenden a agradar en lugar de expresarse, que se reprimen para cumplir con lo que “se espera” de ellos.
Y luego está Bruno… ay, Bruno. El silenciado, el incómodo, el que ve verdades que nadie quiere mirar. En muchas familias, hay un Bruno: esa persona que señala lo que está mal, que dice lo que nadie quiere oír, y que por eso es excluida. Pero, desde un punto de vista psicológico, Bruno no es el problema. Es el síntoma. Y su desaparición representa cómo algunas familias prefieren esconder el conflicto en vez de hablarlo.
En medio de todos ellos está Mirabel, la niña sin don… o eso cree ella. Su viaje es el de tantas infancias que sienten que no brillan como deberían, que no tienen un talento especial, que no son “suficientes”. Pero Mirabel también es la esperanza: representa la posibilidad de romper el ciclo, de mirar con otros ojos, de sanar lo que ha sido negado. Desde el enfoque de la psicología humanista, Mirabel sería la agente de cambio, la que busca autenticidad, conexión y sentido.
Encanto es también una historia sobre el poder de las emociones no validadas. La familia Madrigal no se cae porque se acabe la magia. Se cae porque sus miembros dejaron de verse, de escucharse, de entenderse. Y se reconstruye cuando se permiten mirar el dolor, abrazarlo, y caminar juntos hacia algo nuevo. Este mensaje, cargado de simbolismo, puede ser una herramienta poderosa para conversar con nuestros hijos sobre las emociones difíciles, sobre lo que no se dice, sobre la importancia de hablar, pedir ayuda, o incluso llorar.
Y por si fuera poco, la película nos ofrece un modelo familiar profundamente latinoamericano: multigeneracional, ruidoso, lleno de roles muy marcados, con secretos familiares que todos saben pero nadie menciona. Encanto nos invita a revisar nuestros propios mandatos, a preguntarnos si estamos criando niños que se sienten vistos o niños que se sienten útiles. Nos invita a dejar de exigir dones y empezar a mirar corazones.
