¿Y si ser rey no es lo importante, sino recordar quién eres?

El Rey León no es solo una película con canciones épicas, babuinos sabios y hienas con risa rara. Es, quizás, uno de los relatos más profundos sobre el crecimiento emocional de un niño, disfrazado de historia animal. Simba no solo pierde a su papá; pierde también la brújula que lo guiaba. Se pierde a sí mismo. Y eso, aunque no vivamos en la sabana africana, es algo que muchos niños —y adultos— pueden entender con el corazón.

Todo empieza con una escena que promete grandeza: el cachorro que será rey. Todos celebran. Hay luz, orgullo, sentido de propósito. Simba es el futuro. Pero ese futuro se tambalea muy pronto, y con él, toda su idea de quién es. Porque crecer no es solo recibir amor; también es enfrentar pérdidas. Y cuando Simba pierde a Mufasa, no solo pierde a su padre, pierde su guía emocional, su estructura, su voz de calma.

Pero lo más duro no es solo la pérdida. Es la culpa.

Simba, como muchos niños, se cree responsable de lo que no controla. Y eso, emocionalmente, es devastador. ¿Cuántas veces un niño cree que su enojo causó una pelea en casa? ¿Que por portarse mal ocurrió algo triste? Simba no puede entender aún que los adultos, a veces, también fallan. Y que no todo lo que pasa es su culpa. Pero en su mente, sí lo es. Así que huye.

Y ahí empieza otra parte fundamental del crecimiento: el escape. Simba se va al exilio, y se encuentra con dos amigos geniales (¡gracias, Timón y Pumba!) que le enseñan algo importantísimo: puedes volver a reír, incluso después de haber llorado. Hakuna Matata no es solo una canción; es un respiro. Es esa etapa donde uno intenta olvidar, dejar atrás, vivir en modo “nada me afecta”. Y sí, a veces los niños también hacen eso: se desconectan, se refugian en el juego, se hacen los duros. Pero debajo de todo eso, el dolor sigue ahí, agazapado como una sombra con cicatriz.

Porque sí: Scar representa todo eso que acecha cuando no enfrentamos nuestras emociones. La mentira. El miedo. El autoengaño. Ese “no soy suficiente” que puede hacernos vivir lejos de quienes somos de verdad.

Pero entonces llega Rafiki.

Y Rafiki no viene con soluciones, sino con sabiduría loca. Como esos adultos que parecen estar un poco chiflados pero sueltan verdades como flechas. Rafiki le recuerda a Simba algo que cambia todo: “Recuerda quién eres”. Y ese momento es clave, porque en el mundo emocional de un niño, recordar quién eres es recuperar tu lugar, tu valor, tu voz. Es volver a tu historia, no para quedarte atrapado, sino para poder avanzar con sentido.

Simba regresa. Pero no como el cachorro que huyó. Vuelve como alguien que ha amado, perdido, reído, dudado, y elegido. Porque crecer es eso: elegir regresar al dolor para transformarlo. Volver al lugar del trauma con más fuerza. Reconectar con tu origen sin quedarte atrapado en él.

Y en ese regreso hay justicia, sí. Pero también hay reconciliación. Con su madre. Con su historia. Con el niño-león que fue.

Entonces, ¿qué representa El Rey León para un niño?

Representa el duelo. El miedo. La culpa. Pero también la resiliencia, la amistad que cura, el humor que sana, y el poder de mirar atrás con nuevos ojos. Les dice que está bien tener miedo. Que pueden huir un rato. Que el juego también es sanación. Pero que, en algún momento, todos escuchamos una voz interna que nos dice: ya es hora de volver.

Y que en ese regreso —aunque sea difícil— también puede estar la libertad.

Porque al final, no se trata de ser rey. Se trata de ser tú mismo, con cicatrices, con historia, con memoria, pero con el corazón firme para rugir otra vez.

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