¿Qué le pasa a una niña cuando cae por una madriguera?

Alicia en el país de las maravillas no es solo una historia absurda llena de conejos con reloj, gatos que desaparecen y reinas que gritan «¡que le corten la cabeza!» con más entusiasmo que un jefe estresado. Es un retrato emocional de lo que se siente ser niño cuando el mundo deja de tener sentido. O mejor dicho: cuando te das cuenta de que nunca lo tuvo del todo.

Alicia, como tantos niños, empieza su historia bostezando en medio de una lección aburridísima. Y ahí está el primer guiño: ¿qué hace uno cuando el mundo adulto no emociona, no se entiende y parece que va más lento que un caracol con sueño? Se escapa. A veces con la imaginación, a veces con un libro, a veces simplemente cerrando los ojos. Y así, sin previo aviso, Alicia cae. Por una madriguera. Larga, profunda, absurda. Como caen los niños en sus pensamientos cuando el mundo de arriba ya no les alcanza.

Lo interesante es que Alicia no grita. No entra en pánico. Mientras cae, piensa. Observa. Se pregunta cosas. Y en ese gesto, tan simple y tan profundo, se revela una de las grandes verdades de la infancia: los niños son filósofos en miniatura. No buscan respuestas correctas, buscan entender, aunque sea a su manera.

El País de las Maravillas, por su parte, es el escenario perfecto para mostrar lo que vive un niño cuando empieza a hacerse preguntas sobre identidad, lógica, poder y emociones. Nada tiene sentido. Las reglas cambian cada minuto. Las palabras no significan lo mismo de un momento a otro. Las emociones se desbordan. Creces y encoges sin aviso. ¿Suena exagerado? Pues bienvenida a la infancia.

Porque en el fondo, Alicia es una historia sobre lo que se siente al crecer cuando nadie te explica del todo cómo funciona el mundo. Los adultos dicen cosas raras. Las normas parecen arbitrarias. Hay castigos ilógicos. La lógica se rompe y se recompone a cada paso. Y, sin embargo, hay algo en ti que insiste en buscar coherencia. Aunque todos estén locos.

Cada personaje con el que se encuentra Alicia representa algo que los niños experimentan. El Conejo Blanco es la prisa del tiempo, ese tic-tac que los apura sin que entiendan por qué. El Sombrerero Loco y la Liebre de Marzo encarnan conversaciones sin sentido, como las que tienen que soportar a veces cuando nadie les habla con claridad. El Gato de Cheshire, que aparece y desaparece dejando solo su sonrisa, es ese tipo de sabiduría inquietante que parece que sabe todo, pero nunca te dice nada directamente. ¿Y la Reina de Corazones? Bueno, es la versión extrema de cualquier figura de autoridad que grita sin que sepas qué hiciste mal.

Pero Alicia no solo observa este mundo. Lo cuestiona. Una y otra vez. Y ahí está el verdadero poder del cuento. Los niños se ven reflejados en esa capacidad de preguntar, de no conformarse, de poner en duda lo que parece “normal”. Alicia no acepta todo como viene. Se confunde, se enoja, se frustra… pero sigue caminando. Sigue buscando sentido. Sigue preguntando quién es, incluso cuando cambia de tamaño cada dos páginas. Porque, como los niños, está construyendo su identidad a partir de lo absurdo, de lo emocional, de lo contradictorio.

El gran final —cuando Alicia se planta frente a la reina, cuestiona su autoridad y finalmente se despierta— no es solo un “y colorín colorado”. Es una afirmación de poder personal. De esa fuerza que nace cuando un niño empieza a confiar en su voz, en su criterio, en su capacidad de decir: “esto no tiene sentido para mí, y eso está bien”. Es, en cierta forma, el nacimiento de la conciencia crítica.

Entonces, ¿qué representa Alicia en el país de las maravillas en la mente de un niño? Representa ese torbellino de emociones, ideas y preguntas que trae consigo crecer en un mundo donde las reglas parecen cambiantes y arbitrarias. Les dice que está bien no entender todo. Que el caos no siempre es malo. Que preguntar es valioso. Y que, aunque todo parezca patas arriba, ellos también pueden encontrar su camino.

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