La adolescencia

Y entonces, cuando por fin creías que habías dominado el arte de armar una galleta rota sin que se desate el apocalipsis… llega la adolescencia. Esa etapa mística, caótica y profundamente transformadora en la que tu hijo, que antes creía que eras un ser todopoderoso con respuestas para todo, ahora sospecha que ni tú mismo sabes lo que estás haciendo con tu vida. Y lo peor: probablemente tenga razón.

La adolescencia no es una etapa más, es casi un reinicio completo del sistema. Comienza aproximadamente a los 11 o 12 años y se extiende hasta los 18 o más (porque la madurez no llega con la cédula, como bien sabemos). A diferencia de las etapas anteriores, aquí ya no se trata solo de aprender a caminar, a compartir o a no llorar por una galleta partida. Ahora el asunto es mucho más profundo: ¿Quién soy? ¿Qué quiero hacer con mi vida? ¿Por qué mis papás respiran tan fuerte? Ya saben cuestiones existenciales del día a día

Como vimos en el episodio anterior, desde la perspectiva de Piaget, este es el momento de la etapa de operaciones formales, la cuarta y última de su teoría del desarrollo cognitivo. En ella, el adolescente ya no piensa solo en términos concretos, sino que desarrolla la capacidad de pensar de forma abstracta, lógica y sistemática. Es decir, ahora pueden formular hipótesis, imaginar futuros posibles, cuestionar normas… y debatirte durante media hora por qué deberían poder ver videos hasta las 3 a.m. cuando salen con un “porque yo manejo bien el sueño, mamá”.

Este pensamiento abstracto es una maravilla para la ciencia, el arte y la filosofía… pero también es el origen de conversaciones del tipo: “Nada tiene sentido, todo es una ilusión, ¿para qué estudiar si al final todos vamos a morir?”. Aplausos, Nietzsche estaría orgulloso, pero tú solo querías que hicieran la tarea de matemáticatica.

Por su parte, nuestro querido Vygotsky no se queda atrás. Él sigue insistiendo en que el aprendizaje no ocurre en el vacío, sino en interacción con los demás. Y aquí entra un nuevo protagonista en escena: el grupo de pares. Durante la infancia, el adulto era la figura central. Ahora, el adolescente empieza a volcarse hacia su grupo social. Los amigos ya no son solo compañeros de juego, son espejos y referentes. Lo que dicen, hacen o piensan, importa mucho. De hecho, importa tanto que pueden cambiar su forma de vestir, hablar o hasta sus gustos musicales con tal de encajar. Sí, incluso si eso significa escuchar por horas canciones que parecen salidas de un ritual alienígena para ti.

Vygotsky diría que este cambio no es una traición, sino parte natural del desarrollo. El adolescente necesita probarse en otros contextos, contrastar lo que aprendió en casa con lo que ve en el mundo. Es parte del proceso de construir su identidad, un concepto que Erik Erikson —otro clásico de la psicología— llamó “búsqueda del yo”. Para Erikson, esta etapa está marcada por el conflicto entre “identidad vs. confusión de roles”. Básicamente, están en modo: “¿Quién soy y qué hago con todo esto que siento, pienso y deseo?”

Y claro, en medio de toda esta revolución interna, la relación con los padres también se transforma. Ya no quieren que los mires como antes, ni que les digas “mi chiquito” frente a sus amigos, pero si se sienten inseguros, buscan tu compañía como cuando tenían cinco años. La adolescencia es esa etapa en la que necesitan más libertad, pero también más contención (aunque jamás lo admitan). Quieren ser escuchados, pero no sermoneados. Y, sobre todo, quieren sentir que su voz importa, aunque aún estén aprendiendo a usarla con sabiduría.

En lo académico, esta etapa trae nuevos desafíos. El adolescente ya no aprende por imitación o repetición, sino porque algo le hace sentido, porque conecta con su mundo o porque le despierta una emoción (¡hola, profes apasionados, ustedes hacen magia aquí!). El problema es que el sistema educativo muchas veces no se adapta al ritmo emocional de esta etapa. No es raro ver estudiantes brillantes desmotivados, no por falta de capacidad, sino por falta de conexión.

Por eso, acompañar a un adolescente es un ejercicio de equilibrio fino. No se trata de imponer, sino de acompañar; no de controlar, sino de guiar. Y sí, a veces ese acompañamiento se da entre silencios incómodos, ojos en blanco y puertas cerradas con llave. Pero también hay momentos hermosos, conversaciones profundas en medio de la madrugada, abrazos repentinos que no te esperabas.

Y si te estás preguntando por la galleta, no te preocupes, ella sigue siendo parte del relato. Solo que ahora, la galleta rota no es literal. Es el mensaje que no fue contestado, la historia de Instagram donde no los etiquetaron, el malentendido con su mejor amigo o el “me dejaste en visto” que se convierte en tragedia griega. Ya no lloran porque la galleta se partió, sino porque el mundo les parte el corazón en pequeñas dosis, y todavía no saben cómo armarlo de nuevo. Ahí es donde entras tú, con tu amor incondicional, tu paciencia infinita y tu habilidad de estar sin invadir, de contener sin asfixiar. Porque aunque no lo digan, aún necesitan que les recuerdes que todo va a estar bien. Incluso cuando la galleta emocional esté hecha trizas.

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